Europa y la India
(Escalera les ofrece la versión lírica de algo que, en justicia, nació como un poema. No admito la crítica, como siempre.)
Puedo tirar luz sobre la gastronomía india, mi cultura de destino. Me sirve como entretenimiento liberal vincular la imaginación índica y latina desde el paladar y la palabra. Me parece que la comida india abunda en contundentes especias y sabores violentos. Su objetivo es sorprender, hacerse presente: objeto de amor u odio. Por eso pienso que el gusto surasiático no es exigente, sino excesivo. La aglutinación y la mezcla no son recursos gastronómicos: son la base de su ciencia. Pongo el ejemplo de una mujer india, que no duda en vestir un sari con los colores más excéntricos. El chef, igualmente, siempre añadirá más ingredientes al plato, para que no falte sabor. De modo que el cuadro nunca está acabado: el horror vacui de la cocina india es espejo de su abigarrada estética. En la otra orilla, el gusto mediterráneo es mucho más educado. Se aleja de las extremidades de la sensación para hallar su fuente de placer en la sutil distinción entre sabores poco distantes. Desde aquí, diría que un poco de picante insulta a nuestro sentido del gusto. Por eso digo que es más sofisticado: selecciona y ejecuta más cuidadosamente. Esto nos inhabilita para disfrutar como niños con el dulce más inocente y para considerar valientemente las consecuencias inmediatas del picante. En Italia y España hemos cultivado un gusto por las viandas elásticas. Ahí están los espaguetis, el queso fundido y, en especial, un animal de fondo de nuestra cocina: la levadura. Lo nuestro tiende hacia fuera y lo indio converge al centro. El sabor de la paella, la fideuá o la pasta nos deja una fina película homogénea en el paladar; el fulgor del masala, las samosas y las especias se compactan en la boca para explotar y pedir concentración en la comida. Yo me atrevería a escribir que los alimentos, para nosotros, son una versión blanda de la vida, mientras que para ellos son una exageración de la realidad. Incluso, si fuera bravo, me aventuraría a pensar que esto viene de un orden cruzado en nuestros diversos pensamientos. O sea, que el indio, metido en sí, quiere salir al mundo; el mediterráneo, temperamental, busca la cachaza en la comida. Pero esto no es verdad, me parece. ¿Pero se puede poner en cuestión que ambas cocinas trabajan en tiempos distintos? Ahí sí que escribo bien. Los platos indios vienen todos a la vez: se aglutinan en un plato. En Europa una vianda sigue a la otra; comer es una sucesión. De nuevo sale a relucir la intensidad y aglomeración índicas frente a la distribución latina, que busca la descongestión. Pero vayamos más lejos, universo. Digamos algo bonito. Aceptemos que la filosofía occidental nació en el mar Mediterráneo, con los griegos observando la sucesión de olas: la génesis del silogismo y el pensamiento racional. Creamos también, implorando al viejo sol, que el pensamiento oriental apareció en una geografía montañosa, donde la contemplación determinó su esencia. Con este esfuerzo intelectual, podemos concluir que la presentación de la comida es, también, una representación de estas formas de imaginar: lo uno y lo diverso. Lo indio, presente continuo, aparición unitaria, sincronía; lo europeo, pasado y futuro, tránsito, diacronía. Lo que quiero decir es que son mezcla y separación. Al indio no le sabe a nada nuestra comida, necesita más violencia y existencia. Al mediterráneo le parece un insulto la acumulación sin aparente criterio de la comida india, le parece una masa inmensa a la cual va a tener que prestar atención. El mediterráneo quiere diseccionar cada trama, abandonarse a los placeres sencillos del aceite o el pan. Se trata, en realidad, de una sofisticación. El gusto indio es más rebelde y descuidado: una gigante caldera, como el subcontinente. Pero yo sueño y creo que hay puentes entre ellos y nosotros. La comida bengalí es un ejemplo. Alguna vez dijo Rabindranat Tagor, con mucha fortuna, que los bengalíes son los mediterráneos de la India. Yo también diría que los mediterráneos somos los indios de Europa, e incluso que somos un subcontinente. Pero me equivoco, otra vez y siempre. En todo caso, la influencia del mar en la cultura bengalí es determinante. Nos acerca. El pescado entra en la cocina bengalí y exige una preparación de los alimentos más educada para no estropear su sabor marino. Hay menos especias. El picante es poco y brillante. Quiero precisar, sin embargo, que la comida bengalí sí que se extrema en sus dulces, en especial con el famoso rosgola. Una delicia, también para nuestro paladar. Llegamos al final de las cosas: elasticidad y consistencia, el Mediterráneo y el Índico acogen viandas que nos descubren las paradojas de ambas civilizaciones. Nosotros, reflexivos y temperamentales; volátiles y pensantes. Ellos, contemplativos y ardorosos; necesitados de la visión total de las cosas pero supersticiosos. La India mágica: la Europa constructora.
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