Aladiós en conjugación
En el pinar blanco, Alá insinúa sus almas múltiples. Regresa en su materia hacia la dormidera de las piernas, abiertas en mundos de mermeladas y pieles de cerdo. Las virutas de un dios ya otro ruedan por el monte pelado cachemir hasta la higuera donde otro dios se buscaba los centros. En la rama descansa aladiós con ojos de albatros, destartalado, de alas como pagodas sufíes que explican el pensamiento lateral, el lado torcido de las cosas, la inclinación universal. Sube a dios desde el valle de Cachemira el olor a cuervo y rista, convencido en su monogreísmo. Alá tira sus ojos azules de lo turco sobre la citada revolución subterránea. Observa cómo de las gabias colgadas del cielo empiezan a desbordarse animales normales, sueños de piernas indias, libros encuadernados con dientes nuestros, inicios del mundo. Aladiós mira el lento aterrizar de la vida en el hombre, el polo diverso de las cosas. Tras un reflexionado, se tira en sus dedos hacia el valle, yemas coloradas que anudan el valle redondo, zapatos disparados que se rompen en carne para unirse con sus personas: los huesos del Éste que embalsaman la materia de esto. Y aladiós que mira los efectos de su ser desde aquí, que se observa cambiando la historia en comunicación continua con su mente. En vigor sostenido, el mundo le devuelve una materia en verso, ordenada según la única pauta que conocen los hombres: la gramática. Alá abre la boca y sale el sol, respira y mueve las voluntades de musulmanes y cristianos; agita los vientos internos de los piadosos, controla el flujo de los grandes estados de ánimo, hace correr la comunal sangre universal. Aladiós por fin despegado de su unidad: disparado a molecular el mundo, arriesgado hacia lo diverso, sumido en el apaño de que los labios beban vino de vasos de cerámica, de que se tejan cestos de esparto. En la sombra de la materia, aladiós se recibe en el centro: aladiós me levanta la gigante lona que hace aparecer la escalera de la palabra.
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