escalera: marzo 2009

lunes, marzo 30, 2009

Amores indios

Él salió con velocidad dejando las ragas de su moto por la Delhi antigua, buscando nuevas salidas a las calles revueltas y humilladas de la India, anhelando un corte en el tiempo: llegaba tarde al tren.

Ella leía, por fin con fruición, un libro que le había regalado él. Entredormía, sabía de las vigilias de su tren, otro tren más lejano que la llevaba a Calcuta, a Puri, a Chennai, a Bombay, a cualquier sitio del país imposible.

Él por fin aparcó la moto y se subió en el rickshaw con la mochila. Mientras pensaba en lo que le esperaba en Khajuraho, pensó en lo de ahora y vio que había perdido una menorquina, dónde está, me la había regalado ella, para, para, y vuelta atrás, ahora corriendo descalzo porque caminar solo con una menorquina le habría producido baches en su ritmo de galope, galope, alpargata perdida, salidas a las calles humilladas, y el tren que se va a ir sin mí pero la menorquina...

Ella llegó a Calcuta o a Puri o a Chennai o a Bombay y se bajó del tren. La mente ya entraba en el diverso trajín de la realidad, todavía emborronada por las palabras y el Caribe, por El amor en los tiempos del cólera en edición antigua, pero lo indio entraba y salía de sus ojos, con el libro, sin el libro... que se había quedado en el tren.

Y él que corre ya sin esperanza, consciente de las curvas tomadas, del tiempo perdido, de las motos y los camiones y las bicicletas con trayectorias erráticas imposibles de reconstruir.

Y ella que tres horas después se da cuenta y vuelve a la estación de ferrocarriles en un esfuerzo inútil, porque el libro seguramente estará ahora en Calcuta o en Puri o en Chennai o en Bombay pero no donde está ella.

Pero todo vuelve al inicio porque la menorquina está de regreso, entre dos piedras, ahora entre sus dos manos, una de las cuales para a otro rickshaw para llegar a meta, a un diverso fin de semana; y también porque en la estación de trenes de Calcuta o de Puri o de Chennai o de Bombay un bengalí intenta leer una novela de García Márquez que le gusta mucho pero que no puede entender porque esta en su idioma original; ella se lo arrebata de las manos dando las gracias.

Y así los dos, lejos de la capital de España, donde se conocieron, llegaron al entendimiento de sus pérdidas, al loto de la expresión mutua, porque la India les había devuelto aquello que ellos, con justicia, habían perdido.

martes, marzo 03, 2009

Motín en el alma


Mi último viaje me ha llevado a las dos Bengalas.

En Calcuta, por fin, asistí a la boda de mi amigo y poeta Subhro Bandyopadhyay. Aquí tenéis su historia por si os interesa, aunque en la entrevista esté mal escrito su nombre. La ceremonia nupcial, de carácter laico, tuvo lugar en un céntrico lugar de Calcuta y careció de pompa religiosa, algo desalentador para un occidental viviendo en la India, siempre ávido en estas ocasiones de mantras, bailes y ungimientos. El novio llegó más de una hora tarde con toda su comitiva, algo que pasó desapercibido, ya que el funcionario que les debía casar se tomó otras dos horas. El segundo tramo de la boda consistió en un sencillo y agotador banquete en el pueblo de Subhro, Baripur, situado en las afueras de Calcuta. La casa de Subhro es un lugar ideal para leer y escribir: nada se escucha desde su terraza; sólo el lento despliegue de páginas y los gritos de los niños jugando a críquet. Diferente fue el banquete, de más de cinco horas, durante las cuales los novios recibían en la puerta a los invitados e iban esperando a que éstos cenaran en interminables tandas. Yo me vi envuelto, como siempre, en ese vaporoso tejido social que es la interacción humana india en este tipo de eventos: muchas primeras preguntas (de dónde eres, estás casado) e interrupciones y profundización imposible más tarde. Un proceso comunicativo tantálico, en fin. La última noche la pasé en casa de la novia, en el sur de Calcuta. Los padres de ella me conocen bien. Me desperté por la mañana y el suegro de Subhro, un señor de respetable lunghi y conversación divertida, inició su bombardeo de preguntas. Mi vuelo a Dacca (capital de Bangladesh) salía en tres horas. Tras varias invocaciones a Maradona -hay que jugar como él, la mete por la escuadra- el padre me dijo: "Bueno, aparte de este jol pore pata nore -el primer poema de Tagore, que él mismo me enseñó y repito para satisfacerle- tendrás que aprender bengalí, ¿no?". Y ya todo eran risas, el vuelo me esperaba y todo eran risas, y me decía, serás profesor, y yo decía, no, yo quiero continuar trabajando como periodista, y tus padres estarán muy contentos, pero mis padres ya están contentos, y cuando entres en clase todos los alumnos te dirán: "Good morning, sir!". Y repetía, good morning sir, good morning sir, hasta que salí en taxi hacia el aeropuerto con la mañana inconsciente sobre mí.

Si en Bengala Occidental (India) pasé los días en introspección y lectura, en Bangladesh todo fue un salir de mí. Mi anfitrión fue esta vez Obayed Akash, redactor jefe de la sección de Cultura de un diario local y director de una revista literaria que me publicó un poema hace un año. Entré en su despacho diminuto y cochambroso, lleno de cajas que decían 'poesía' o 'suplemento'. Empezamos a fumar. Bajito, delgado y con gafas de pasta, Obayed es un señor divorciado de casi 40 años que aparenta muchos menos.

Nos vamos al "club de reporteros" de Dacca, donde todos comían en mesas desangeladas y en un escenario de mugre el acostumbrado arroz y pescado con curry que tan malos ratos de estómago me hizo pasar. Luego nos subimos a uno de los coloridos triciclos de Dacca para llegar a la excesiva Feria del Libro. En el puesto de revistas de poesía, Akash o "Cielo" departe, fuma, me presenta a gentes -todos poetas emergentes o veteranos, todos con un libro en la mano, todos buscando a otros poetas emergentes o veteranos con libros en la mano- y me habla de sus obras, entre las que hay títulos en bengalí como Cómo construir un infierno. No quepo: la densidad de población es incluso desmesurada para estándares indios. Hay una locura general sobre el libro y la lengua cotejable a la de la otra Bengala, a pesar de estar las dos sumidas en la extrema pobreza, sobre todo la parte musulmana. Un desgarbado hombre mayor, que ha dejado de escribir hace ya años, me instruye sobre los nuevos rumbos de la literatura en bengalí, sobre la insistencia de los islamistas en que los bangladeshíes construyan otro marco literario, separado del de la Bengala india; es una locura, dice el Bartleby de Dacca: la lengua nos lleva por el mismo camino. Del resto de conversaciones salen muchas de las puntas de lanza de lo moderno occidental -Pound, T.S. Eliot, Juan Ramón, Buñuel, Truffaut- y lo bengalí -Tagore, Jibanananda Das-, además de reiterados lamentos sobre el declive de la cultura de las Bengalas, una saudade que nosotros venimos celebrando desde finales del siglo XIX, empujados por Viena, la crisis del lenguaje y la angustia metafísica de entender un mundo imposible.

Y un día después me sorprende un motín de la guardia de fronteras de Bangladesh en su cuartel general, que podría haber acabado en una carnicería si el Ejército hubiera usado la fuerza. En los alrededores del cuartel todo es un poco como en los atentados de Bombay: los pobres esperan con estupor a que la política, los terroristas o lo que sea que esté pasando en ese espacio se organice para que todo vuelva a la mísera normalidad.

Pero cuando vuelvo a Delhi encuentro en mí otro motín, más íntimo y arriesgado, con exigencias inocentes o valientes, según qué otra parte de mi ser la evalúe. Me desdoblo para defenderme y la sensibilidad rebelde, el espíritu de revueltas, me piden un diferente estado lírico para mi yo general. La exigencia es que me enfunde el uniforme del poeta y me dedique a sus labores: decidir qué se desprende del pulso de las tardes soñolientas, especular sobre qué mensaje secreto se descuelga de la luz, analizar los agravios espirituales de los árboles, leer las palmas de los monos por si hubiera un mapa de otro mundo, bucear entre la idea y la materia para escribir el reverso del mundo este, real, que es el de la poesía, olvidada impune y elegantemente por los motivos razonables que todos conocemos.