escalera: julio 2009

viernes, julio 31, 2009

Carretera perdida

Sueño que estoy en un gran centro cívico, en uno de esos espacios higiénicos creados por los ayuntamientos con grandes vidrieras, blanco unánime, muchas conferencias y alguna exposición de arte contemporáneo. Un grupo de mujeres me persigue para golpearme. Aprovecho la desorganizada estructura del fuerte blanco para esconderme. La gente parece darse cuenta de lo que está sucediendo y piensa que merezco ser capturado. No sé por qué me buscan. Me siento como el profesor de Disgrace, de Coetzee, aunque evidentemente esto lo fijo después del sueño.

Consigo hablar por teléfono con una de las cabecillas del grupo paramilitar femenino. Estoy en una cabina. Se muestra poco a poco comprensiva. Asomo la cabeza a la planta baja y nos cruzamos la mirada. Hay una especie de tregua que no acabo de entender. Bajo con ellas: la cabecilla y varias de sus socias parecen complacidas y curiosas, pero muchas otras me miran con acritud.

Conozco con ellas a otras mujeres. Hay un clima propicio al entendimiento sexual; no sé si debo besar a alguna. Me fijo en una muchacha negra ignorando si las demás se han percatado o si esto es reprobable.

Parece que estoy libre. Viajo en moto, inconfundiblemente por carreteras andaluzas del litoral, aunque sé que estoy en la India. Luismi, mi amigo de la infancia, va de paquete. Es de noche. Me pide que vayamos a un bar. Llegamos a uno pero lo han cerrado, así que me meto en el carril contrario y, a consecuencia de la infracción de las reglas de tráfico, encontramos otro local. Hay unos americanos que nos ofrecen drogas a la puerta y nosotros las rechazamos. Entramos en el bar y nos sentamos en la barra. Allí está toda la guerrilla y la chica negra me llama. Me acerco a ella, me besa con unos labios blanquísimos. Entre sus arrumacos, aprovecho para mirar a Luismi -"te lo iba a decir ahora"- y al resto de las tropas femeninas, ahora enfundadas en vestidos de gala. Todo el mundo parece aprobar la situación. Cuando me calmo, desparramado en un sillón, de repente siento un intenso mareo. Grito que si pasa esto es porque a Krishna le están arrancando la cabeza, porque se está acabando la religión. Hay un cierto alboroto. Despierto antes de ver si se ha dado el apocalipsis.

sábado, julio 25, 2009

Lo que diga el sol

El miércoles por la mañana un eclipse de sol asombró a Asia. En Delhi todo el día se desenvolvió de forma correspondiente: en una resplandeciente luz negra palpitando entre nubes como manos calientes, que dio paso a un atardecer pintado inequívocamente por Paul Klee, de colores pensantes y débiles estampados en su momento de mejor expresión, o sea, en su pleno desfallecimiento.

Que los dioses se hayan tragado al sol durante unos minutos causa a los humanos cierto desconcierto existencial y, por la misma regla religiosa, un constante deambular y una inconsistente intermitencia mental. También viajes de los cadáveres al pasado y una nostalgia de la génesis. La luz alteró a los indios y todos me parecían Pessoas con sombrero que al fin habían reunido el pensamiento con la emoción, aunque quizá este escrito nublado sea la prueba de que soy yo el que ha recibido una influencia negativa de los movimientos astrales.

Antes del eclipse ya percibí cierto desencaje, difícil de clasificar cuando uno se halla en la India o en Granada. El lunes Hillary Clinton dio una rueda de prensa en Delhi para cerrar su amable visita a la India, país primordial para Estados Unidos en su estrategia en Asia para el presente siglo. Como siempre que viene un mandatario extranjero, la rueda de prensa es en la casa de Hyderabad, justo en la gran rotonda de la Puerta de la India, memorial diseñado por Lutyens y de clara inspiración imperialista, empeñado en empequeñecer al individuo y destacar su desventaja respecto al poder. En un patio del edificio gubernamental, espero durante horas a que Clinton se haga las fotos; aparece con un traje blanco impoluto y miro mi camisa a cuadros, empapada por este extraño calor del monzón que nos deshabilita para la acción. Hablo hindi con algunos periodistas indios para que me hagan caso y lo consigo a medias: el más caluroso de ellos, un fotógrafo, me da su visión sobre la poesía en hindi durante la segunda mitad del siglo XX, en un elegante esfuerzo de síntesis que desaprueban sus compañeros, huidos como cuervos para beber agua y no escuchar palabras alejadas de su sensibilidad, que es la del tranquilo tránsito. Luego subimos a la sala de conferencias y todo transcurre sin pulso, adormecido pese a que la rueda de prensa se retrasa más de una hora. Los jefes de prensa indios e incluso los guardas fuman en la terraza: yo también y veo Delhi apagándose. Pasa por mi lado el fotógrafo. No me saluda. Al acabar la comparecencia, todos nos lanzamos de forma animal contra el jefe de prensa, que guarda la declaración conjunta EEUU-India que los reporteros ansiamos, como si fuera el documento que validara la realidad de una tarde mortecina.

Más días atrás envié finalmente un paquete a China. Un amigo que vive en Pekín compró unas cremitas cosméticas que me envió a mi domicilio en Delhi para que yo se las remitiera. Trámite fácil en apariencia que desembocó en odisea. En la oficina de correos me indican que no puedo enviar la caja de cartón sin que vaya acolchada y me invitan a visitar un mercado cercano. Descubro finalmente que el procedimiento oficial consiste en que un sastre teja un estuche de tela blanca para el paquete. Lo hace con una maña que me enternece y me hace recordar todas las industrias, los oficios artesanos y liberales: el Alfanhuí de Ferlosio. Vuelvo a la oficina de correos y envío la obra de arte a China. También una sentida carta a mi maestro por instruirme en la poesía.

Más adelante, después del eclipse, pienso constantemente en un episodio que sucedió hace casi un año. No sé por qué me viene ahora a la cabeza, pero me sorprende su persistencia, que finalmente achaco a la humillación solar. Mi amigo Manoj y yo salimos una noche de primavera a un bar de Delhi. Nos acompaña una de sus amigas italianas. No recuerdo su nombre. Nos bajamos del coche y hablamos con el guarda de seguridad. Durante horas. No llegamos a entrar en el bar. Aparta el rifle y nos explica en hindi su frustrada historia de amor, que Manoj nos va traduciendo. Es un chatria -segunda casta en el sistema- y se había enamorado de una intocable. Su familia hizo imposible el matrimonio y finalmente se casó con una india de su casta, con la que tuvo hijos. Ya no guardan contacto, pero asegura seguir enamorado de la intocable. Le pido a Manoj que le pregunte si se escaparía con ella si la encontrara. "Che bella domanda!", exclama nuestra acompañante. Lo que viene es mucho mejor: mueve la cabeza hacia un lado -sí- y los tres celebramos la afirmación con alborozo, llamando la atención de los transeúntes. Pero... ¿y si tu hija se quisiera casar con un intocable? No, no, eso no. Y reímos decepcionados, conscientes de haber aprendido algo, batidos por nuestra inocencia.

El sol ya parece recomponerse de los mordiscos que le han dado. A medida que las mandíbulas batientes se alejan en el espacio, aprovecho para leer a Jibanananda Das, el poeta bengalí más reconocido tras Tagore. Se le considera el poeta moderno de Bengala, algo con lo que no estoy de acuerdo: él es el inicio de las vanguardias, Rabindranath fue quien envasó en sus obras todas las contradicciones de la época moderna india. Das mece más a mi sensibilidad; sus poemas me gustan mucho más. Leyéndolo me resucito, me acuerdo de mí, se reaniman mis constantes literarias: la imaginación puesta al servicio del significado, los enigmáticos movimientos del mundo, la caída luminosa, la sombra, el símbolo, los labios cruzados. Buceo con él, porque describe el nacimiento de los sentimientos en lo que yo también considero su cuna: los mares nocturnos. Se cuela en mi mente uno de mis primeros versos -"escribir es un romanticismo"- y compruebo su validez cuando acudo al poeta indio para que ponga en palabras lo que es evidente ante mis cansados ojos en este jardín de Nisamudín: "Toda la belleza del mundo / se desenrolla sobre la hierba".

jueves, julio 09, 2009

Lo que diga la luna

Sabemos de las competiciones de poesía en la Grecia clásica, dels Jocs Florals o de los concursos en los que participaban los trovadores. Algunos de los textos que han quedado de génesis oral, alterados con el tiempo, nos sorprenden por su enorme complejidad, fruto sin duda de la lucha por elaborar lo más oscuro y difícil sin ningún otro tipo de consideración estética. Gloria y culpa del tierno precapitalismo. La presunción y la voluntad de confusión han llegado hasta nuestros días; la fiesta literaria está muerta.

¿Pero qué sabemos de la India?

La lectura del segundo volumen de A History of Indian Literature (Sisir Kumar Das, editado por la Academia de la India) me ha dado algunas respuestas. El motivo de que se conserven detalles tan jugosos de esta poesía lúdica es que la imprenta, con una implantación dispar, llegó a la India a principios del siglo XIX. Las lenguas de más prestigio, por entonces, eran el sánscrito y el persa, aunque también, en menor medida, el urdu e incluso el árabe. Uno de los pensadores más modernos de la India, el reformista bengalí Ram Mohan Roy, padre del llamado Renacimiento de Bengala, escribía en árabe e inglés. Esta última lengua comienza a penetrar en el subcontinente durante estos años y gana prestigio sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Con todo lo que ello comporta: las ideas y la literatura de Occidente sobre el pasado cortés mogol y el mistificado poder de la lengua sánscrita. De esta tensión nace la modernidad india, a diferentes velocidades en según qué lenguas, como ciclistas haciendo la goma, aunque el resultado es que el pelotón lingüístico alcanzó la meta y algunos de ellos se pasaron de largo, o sea, se metieron en la posmodernidad.

La poesía oral ya está casi muerta pero, debido a estas circunstancias históricas, tuvo una bella intervención en la modernidad india. Todavía en Bengala la poesía no puede ser concebida sin la música; lo más celebrado de Tagore no es Gitanjali o sus últimos poemas sino sus canciones -de hecho en Gitanjali hay canciones y esto no se ha tenido en cuenta en su recepción-, que aún suenan en bodas o estadios de críquet. Hace un par de años estaba prevista la actuación de Shah Rukh Khan, la estrella de Bollywood, en Calcuta, pero tuvo que suspenderla porque era el cumpleaños de Tagore y lo único que querían escuchar eran las canciones del gran poeta. Qué bella victoria popular de la cultura sobre el espectáculo, dos cosas diferentes e incluso antagónicas que en nuestra era se pretenden identificar con teorías sociológicas.

Me desvío, hablemos del centro. La variedad y profusión de competiciones poéticas, en un pueblo tan juguetón como el indio, debió de ser inabarcable. Aquí hago referencia a algunos bien documentados: el satavadhan y el astavadhan, ambos bajo la etiqueta de avadhanam. Se originaron en el siglo XVI en las zonas de habla telugu, más o menos el actual estado indio de Andhra Pradesh, donde, para orientación española, llevó a cabo su labor humanitaria Vicente Ferrer en la segunda mitad del siglo XX.

Como se alargaron hasta principios del siglo XIX, nos han quedado detalles de estas competiciones que arrojan luz sobre el ser indio y su significado. Recojo esto del libro antes citado. En el astavadhana (se puede escribir también así), ocho académicos se sentaban alrededor del poeta y le pedían que escribiera poemas de diversa métrica y tema. Pero también le exigían que evitara determinados sonidos y letras o le pedían "cualquier otra cosa irrelevante". Todo ello aderezado con crueles distracciones al héroe lírico, como hacer sonar una campana y que el poeta contara los campanazos. En resumen: un auténtico circo literario para poner a prueba la memoria, la habilidad y el nervio lírico del creador. Pura potencia muscular, sprint de la letra, desprecio por la carrera de fondo y la resistencia. Alborozo.

(Todos hemos probado algún juego así, aunque sea en soledad, ¿no? Recuerdo que de adolescente subía el volumen de la televisión para ver si podía concentrarme en un tratado de filosofía.)

Hay otros juegos menos complejos, como el kabir ladai (batalla de poetas), en la que dos grupos, cada uno encabezado por un poeta, se reunían en un palacio bengalí o en una mansión. Los dos equipos componen una canción con ideas contrapuestas a la de su rival, algo por otro lado muy coherente con la esencia de este pueblo en el umbral entre Oriente y Occidente.

Estas acrobacias verbales hacían las delicias de las clases pudientes y el pueblo de la India. Contribuye a ello su auténtica pasión por la desordenación de la realidad o, mejor dicho, por el puro lío. Todavía hoy se entretienen en la construcción de un tejado como si allí se estuviera decidiendo el destino de la Humanidad, dándose turno en sus impertinentes parlamentos sobre cómo llevar a cabo la tarea, midiendo soberbias, intentando implantar jerarquías, jugando y humillándose.

El libro no dice nada sobre esto, pero seguro que eran muy tramposos. Seguro que los académicos que daban campanazos traían otros objetos metálicos y luego le decían al poeta que lo que había contado eran sonidos de platillos y que había perdido.

Me gusta pensar que el poeta desmontaba falacias, defendía su labor, elaboraba siempre una métrica exacta, no cedía a la mentira y, tras la injusta derrota a manos de unos sabiondos sedientos de humillación, volvía a su humilde morada llorando, angustiado por las exiguas paisas (no tengo ni un real; paisa nahi he) que le ofrecía su patrón, pero firme en su voluntad de crear. Y me imagino que la pandereta india, iluminando su camino, le intentaría convencer sobre su indiscutible victoria emocional.