escalera: 2009

viernes, julio 31, 2009

Carretera perdida

Sueño que estoy en un gran centro cívico, en uno de esos espacios higiénicos creados por los ayuntamientos con grandes vidrieras, blanco unánime, muchas conferencias y alguna exposición de arte contemporáneo. Un grupo de mujeres me persigue para golpearme. Aprovecho la desorganizada estructura del fuerte blanco para esconderme. La gente parece darse cuenta de lo que está sucediendo y piensa que merezco ser capturado. No sé por qué me buscan. Me siento como el profesor de Disgrace, de Coetzee, aunque evidentemente esto lo fijo después del sueño.

Consigo hablar por teléfono con una de las cabecillas del grupo paramilitar femenino. Estoy en una cabina. Se muestra poco a poco comprensiva. Asomo la cabeza a la planta baja y nos cruzamos la mirada. Hay una especie de tregua que no acabo de entender. Bajo con ellas: la cabecilla y varias de sus socias parecen complacidas y curiosas, pero muchas otras me miran con acritud.

Conozco con ellas a otras mujeres. Hay un clima propicio al entendimiento sexual; no sé si debo besar a alguna. Me fijo en una muchacha negra ignorando si las demás se han percatado o si esto es reprobable.

Parece que estoy libre. Viajo en moto, inconfundiblemente por carreteras andaluzas del litoral, aunque sé que estoy en la India. Luismi, mi amigo de la infancia, va de paquete. Es de noche. Me pide que vayamos a un bar. Llegamos a uno pero lo han cerrado, así que me meto en el carril contrario y, a consecuencia de la infracción de las reglas de tráfico, encontramos otro local. Hay unos americanos que nos ofrecen drogas a la puerta y nosotros las rechazamos. Entramos en el bar y nos sentamos en la barra. Allí está toda la guerrilla y la chica negra me llama. Me acerco a ella, me besa con unos labios blanquísimos. Entre sus arrumacos, aprovecho para mirar a Luismi -"te lo iba a decir ahora"- y al resto de las tropas femeninas, ahora enfundadas en vestidos de gala. Todo el mundo parece aprobar la situación. Cuando me calmo, desparramado en un sillón, de repente siento un intenso mareo. Grito que si pasa esto es porque a Krishna le están arrancando la cabeza, porque se está acabando la religión. Hay un cierto alboroto. Despierto antes de ver si se ha dado el apocalipsis.

sábado, julio 25, 2009

Lo que diga el sol

El miércoles por la mañana un eclipse de sol asombró a Asia. En Delhi todo el día se desenvolvió de forma correspondiente: en una resplandeciente luz negra palpitando entre nubes como manos calientes, que dio paso a un atardecer pintado inequívocamente por Paul Klee, de colores pensantes y débiles estampados en su momento de mejor expresión, o sea, en su pleno desfallecimiento.

Que los dioses se hayan tragado al sol durante unos minutos causa a los humanos cierto desconcierto existencial y, por la misma regla religiosa, un constante deambular y una inconsistente intermitencia mental. También viajes de los cadáveres al pasado y una nostalgia de la génesis. La luz alteró a los indios y todos me parecían Pessoas con sombrero que al fin habían reunido el pensamiento con la emoción, aunque quizá este escrito nublado sea la prueba de que soy yo el que ha recibido una influencia negativa de los movimientos astrales.

Antes del eclipse ya percibí cierto desencaje, difícil de clasificar cuando uno se halla en la India o en Granada. El lunes Hillary Clinton dio una rueda de prensa en Delhi para cerrar su amable visita a la India, país primordial para Estados Unidos en su estrategia en Asia para el presente siglo. Como siempre que viene un mandatario extranjero, la rueda de prensa es en la casa de Hyderabad, justo en la gran rotonda de la Puerta de la India, memorial diseñado por Lutyens y de clara inspiración imperialista, empeñado en empequeñecer al individuo y destacar su desventaja respecto al poder. En un patio del edificio gubernamental, espero durante horas a que Clinton se haga las fotos; aparece con un traje blanco impoluto y miro mi camisa a cuadros, empapada por este extraño calor del monzón que nos deshabilita para la acción. Hablo hindi con algunos periodistas indios para que me hagan caso y lo consigo a medias: el más caluroso de ellos, un fotógrafo, me da su visión sobre la poesía en hindi durante la segunda mitad del siglo XX, en un elegante esfuerzo de síntesis que desaprueban sus compañeros, huidos como cuervos para beber agua y no escuchar palabras alejadas de su sensibilidad, que es la del tranquilo tránsito. Luego subimos a la sala de conferencias y todo transcurre sin pulso, adormecido pese a que la rueda de prensa se retrasa más de una hora. Los jefes de prensa indios e incluso los guardas fuman en la terraza: yo también y veo Delhi apagándose. Pasa por mi lado el fotógrafo. No me saluda. Al acabar la comparecencia, todos nos lanzamos de forma animal contra el jefe de prensa, que guarda la declaración conjunta EEUU-India que los reporteros ansiamos, como si fuera el documento que validara la realidad de una tarde mortecina.

Más días atrás envié finalmente un paquete a China. Un amigo que vive en Pekín compró unas cremitas cosméticas que me envió a mi domicilio en Delhi para que yo se las remitiera. Trámite fácil en apariencia que desembocó en odisea. En la oficina de correos me indican que no puedo enviar la caja de cartón sin que vaya acolchada y me invitan a visitar un mercado cercano. Descubro finalmente que el procedimiento oficial consiste en que un sastre teja un estuche de tela blanca para el paquete. Lo hace con una maña que me enternece y me hace recordar todas las industrias, los oficios artesanos y liberales: el Alfanhuí de Ferlosio. Vuelvo a la oficina de correos y envío la obra de arte a China. También una sentida carta a mi maestro por instruirme en la poesía.

Más adelante, después del eclipse, pienso constantemente en un episodio que sucedió hace casi un año. No sé por qué me viene ahora a la cabeza, pero me sorprende su persistencia, que finalmente achaco a la humillación solar. Mi amigo Manoj y yo salimos una noche de primavera a un bar de Delhi. Nos acompaña una de sus amigas italianas. No recuerdo su nombre. Nos bajamos del coche y hablamos con el guarda de seguridad. Durante horas. No llegamos a entrar en el bar. Aparta el rifle y nos explica en hindi su frustrada historia de amor, que Manoj nos va traduciendo. Es un chatria -segunda casta en el sistema- y se había enamorado de una intocable. Su familia hizo imposible el matrimonio y finalmente se casó con una india de su casta, con la que tuvo hijos. Ya no guardan contacto, pero asegura seguir enamorado de la intocable. Le pido a Manoj que le pregunte si se escaparía con ella si la encontrara. "Che bella domanda!", exclama nuestra acompañante. Lo que viene es mucho mejor: mueve la cabeza hacia un lado -sí- y los tres celebramos la afirmación con alborozo, llamando la atención de los transeúntes. Pero... ¿y si tu hija se quisiera casar con un intocable? No, no, eso no. Y reímos decepcionados, conscientes de haber aprendido algo, batidos por nuestra inocencia.

El sol ya parece recomponerse de los mordiscos que le han dado. A medida que las mandíbulas batientes se alejan en el espacio, aprovecho para leer a Jibanananda Das, el poeta bengalí más reconocido tras Tagore. Se le considera el poeta moderno de Bengala, algo con lo que no estoy de acuerdo: él es el inicio de las vanguardias, Rabindranath fue quien envasó en sus obras todas las contradicciones de la época moderna india. Das mece más a mi sensibilidad; sus poemas me gustan mucho más. Leyéndolo me resucito, me acuerdo de mí, se reaniman mis constantes literarias: la imaginación puesta al servicio del significado, los enigmáticos movimientos del mundo, la caída luminosa, la sombra, el símbolo, los labios cruzados. Buceo con él, porque describe el nacimiento de los sentimientos en lo que yo también considero su cuna: los mares nocturnos. Se cuela en mi mente uno de mis primeros versos -"escribir es un romanticismo"- y compruebo su validez cuando acudo al poeta indio para que ponga en palabras lo que es evidente ante mis cansados ojos en este jardín de Nisamudín: "Toda la belleza del mundo / se desenrolla sobre la hierba".

jueves, julio 09, 2009

Lo que diga la luna

Sabemos de las competiciones de poesía en la Grecia clásica, dels Jocs Florals o de los concursos en los que participaban los trovadores. Algunos de los textos que han quedado de génesis oral, alterados con el tiempo, nos sorprenden por su enorme complejidad, fruto sin duda de la lucha por elaborar lo más oscuro y difícil sin ningún otro tipo de consideración estética. Gloria y culpa del tierno precapitalismo. La presunción y la voluntad de confusión han llegado hasta nuestros días; la fiesta literaria está muerta.

¿Pero qué sabemos de la India?

La lectura del segundo volumen de A History of Indian Literature (Sisir Kumar Das, editado por la Academia de la India) me ha dado algunas respuestas. El motivo de que se conserven detalles tan jugosos de esta poesía lúdica es que la imprenta, con una implantación dispar, llegó a la India a principios del siglo XIX. Las lenguas de más prestigio, por entonces, eran el sánscrito y el persa, aunque también, en menor medida, el urdu e incluso el árabe. Uno de los pensadores más modernos de la India, el reformista bengalí Ram Mohan Roy, padre del llamado Renacimiento de Bengala, escribía en árabe e inglés. Esta última lengua comienza a penetrar en el subcontinente durante estos años y gana prestigio sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Con todo lo que ello comporta: las ideas y la literatura de Occidente sobre el pasado cortés mogol y el mistificado poder de la lengua sánscrita. De esta tensión nace la modernidad india, a diferentes velocidades en según qué lenguas, como ciclistas haciendo la goma, aunque el resultado es que el pelotón lingüístico alcanzó la meta y algunos de ellos se pasaron de largo, o sea, se metieron en la posmodernidad.

La poesía oral ya está casi muerta pero, debido a estas circunstancias históricas, tuvo una bella intervención en la modernidad india. Todavía en Bengala la poesía no puede ser concebida sin la música; lo más celebrado de Tagore no es Gitanjali o sus últimos poemas sino sus canciones -de hecho en Gitanjali hay canciones y esto no se ha tenido en cuenta en su recepción-, que aún suenan en bodas o estadios de críquet. Hace un par de años estaba prevista la actuación de Shah Rukh Khan, la estrella de Bollywood, en Calcuta, pero tuvo que suspenderla porque era el cumpleaños de Tagore y lo único que querían escuchar eran las canciones del gran poeta. Qué bella victoria popular de la cultura sobre el espectáculo, dos cosas diferentes e incluso antagónicas que en nuestra era se pretenden identificar con teorías sociológicas.

Me desvío, hablemos del centro. La variedad y profusión de competiciones poéticas, en un pueblo tan juguetón como el indio, debió de ser inabarcable. Aquí hago referencia a algunos bien documentados: el satavadhan y el astavadhan, ambos bajo la etiqueta de avadhanam. Se originaron en el siglo XVI en las zonas de habla telugu, más o menos el actual estado indio de Andhra Pradesh, donde, para orientación española, llevó a cabo su labor humanitaria Vicente Ferrer en la segunda mitad del siglo XX.

Como se alargaron hasta principios del siglo XIX, nos han quedado detalles de estas competiciones que arrojan luz sobre el ser indio y su significado. Recojo esto del libro antes citado. En el astavadhana (se puede escribir también así), ocho académicos se sentaban alrededor del poeta y le pedían que escribiera poemas de diversa métrica y tema. Pero también le exigían que evitara determinados sonidos y letras o le pedían "cualquier otra cosa irrelevante". Todo ello aderezado con crueles distracciones al héroe lírico, como hacer sonar una campana y que el poeta contara los campanazos. En resumen: un auténtico circo literario para poner a prueba la memoria, la habilidad y el nervio lírico del creador. Pura potencia muscular, sprint de la letra, desprecio por la carrera de fondo y la resistencia. Alborozo.

(Todos hemos probado algún juego así, aunque sea en soledad, ¿no? Recuerdo que de adolescente subía el volumen de la televisión para ver si podía concentrarme en un tratado de filosofía.)

Hay otros juegos menos complejos, como el kabir ladai (batalla de poetas), en la que dos grupos, cada uno encabezado por un poeta, se reunían en un palacio bengalí o en una mansión. Los dos equipos componen una canción con ideas contrapuestas a la de su rival, algo por otro lado muy coherente con la esencia de este pueblo en el umbral entre Oriente y Occidente.

Estas acrobacias verbales hacían las delicias de las clases pudientes y el pueblo de la India. Contribuye a ello su auténtica pasión por la desordenación de la realidad o, mejor dicho, por el puro lío. Todavía hoy se entretienen en la construcción de un tejado como si allí se estuviera decidiendo el destino de la Humanidad, dándose turno en sus impertinentes parlamentos sobre cómo llevar a cabo la tarea, midiendo soberbias, intentando implantar jerarquías, jugando y humillándose.

El libro no dice nada sobre esto, pero seguro que eran muy tramposos. Seguro que los académicos que daban campanazos traían otros objetos metálicos y luego le decían al poeta que lo que había contado eran sonidos de platillos y que había perdido.

Me gusta pensar que el poeta desmontaba falacias, defendía su labor, elaboraba siempre una métrica exacta, no cedía a la mentira y, tras la injusta derrota a manos de unos sabiondos sedientos de humillación, volvía a su humilde morada llorando, angustiado por las exiguas paisas (no tengo ni un real; paisa nahi he) que le ofrecía su patrón, pero firme en su voluntad de crear. Y me imagino que la pandereta india, iluminando su camino, le intentaría convencer sobre su indiscutible victoria emocional.

jueves, junio 11, 2009

Pakistán o la teoría del mosquito

Mis últimas vacaciones, de diez días, las empleé en la relectura de un libro: Pakistán. No había estado allí desde enero de 2008, después de que mataran a Benazir Bhutto. Los periodistas extranjeros viajamos entonces a una Islamabad nevada y llena de estupor por el asesinato de su líder más populista y anticastrense. Era también una ciudad rebosante de excitación democrática ante la llegada de las elecciones, aunque esto cae, como siempre, en el terreno de mis intuiciones, siempre desubicadas.

Vuelvo en mayo de 2009 para visitar a mi amigo y corresponsal de la Agencia Efe en Pakistán, Igor G. Barbero. Noto que el país no ha cambiado su discurso de fondo pero que ahora hay una nueva saudade política: el enésimo desencanto con las instituciones y, sobre todo, el desconcierto ante la necesidad de posicionarse ante el integrismo islámico. Esta desorientación es clave porque está en el mismo corazón de la identidad de Pakistán, que había nacido reivindicando ser el hogar para los musulmanes del sur de Asia pero, también, una entidad que hacía alarde de un cierto Islam moderado y de un respeto teórico hacia las minorías.

Igor ya es un paquistaní, si es que no lo era antes: insiste en que me levante a la misma hora que él, que debe empezar pronto su jornada laboral. Intento hacerle comprender que el hecho de que su día comience no significa que el mío haya empezado también, pero es inútil, porque ve algo de inmoral en que se me peguen las sábanas en mis vacaciones, periodo en que sólo quiero dormir, soñar, escribir y fantasear.

Me engaña también para que me quede algún día más en Islamabad para poder ver juntos la final de la Copa del Rey -él es del guerrero Athletic, yo del lírico Barça- y me convence. Al final no podemos ni escucharlo por la radio: tenemos que llamar a su madre por teléfono para que nos ponga la correspondiente locución, que escuchamos en manos libres cuando Bojan ya había marcado.

Intuyo que Igor tiene razón en algo, porque son de nuevo esos días en que, pese a no estar en mi puesto de trabajo, me empujo hacia alguna exploración fruto de mi condenable tendencia a mezclar las obligaciones laborales con el tiempo libre. Así que intento no levantarme muy tarde, le suplo un día y él me consigue una entrevista con el portavoz militar de Pakistán, Athar Abbas. Escribo cosas con la nostalgia del paso del tiempo y el recuerdo de que, en la India, las fuentes son inasibles. En Pakistán todo el mundo quiere hablar; en la India hay un extraño desinterés por la comunicación directa y un rumor laxo de unión de fondo.

Conozco, sin saberlo, a la hija de Raja Tridev Roy, que habla un perfecto español. Son de la tribu chakma de Bangladesh y ello despierta mi interés bengalí. En efecto, Tagore decidió preciosos nombres para varios miembros de la familia: Rabindranath aparece también en Pakistán. Visito la casa a invitación de Trivini y conozco a su ilustre padre, amigo del difunto Zulfikar Alí Bhutto. Roy departe de forma sencilla y bondadosa, sin olvidarse de citar a literatos de habla hispana vista la nacionalidad de su invitado.

Aunque el encuentro más divertido tuvo lugar un domingo. Lo organizó Igor. Llamó a un punjabí que se dedica a acompañar a periodistas a las zonas de conflicto a cambio de un pastón que nosotros no nos podemos permitir, y a Pir Zubair Shah, un periodista que trabaja para el NYT y que pertenece a la misma tribu que el líder de los talibanes paquistaníes, Baitulá Mehsud. A la cena, celebrada entre ragas sufíes, Pir acude con otros dos pastunes. Debo recordar que el equipo del NYT que cubre Pakistán y Afganistán, en el que está integrado Pir, ha ganado un Pulitzer, así que, pensamos, sólo nos queda escuchar.

Uno de ellos dice llamarse Abdulá Mehsud y sólo responde cuando le requerimos en urdu. Lleva la vestimenta típica paquistaní (shalwar kamiz) y una profusa barba islámica. El otro va vestido de civil -perdón por la licencia- pero es el que consigue la condecoración de personaje revelación de la velada. El civil, también de Waziristán, señala de repente a un minarete. "¿Qué es eso?", nos pregunta. Dudo, perplejo, entre dos respuestas: "minarete" o "mezquita". Se adelanta Igor, que apuesta por la segunda: "It's a mosque". Sus palabras son, a mi juicio y espero que también en opinión de los lectores de esta bitácora, tautológicas. Pero no para nuestro comensal: "No, eso es lo que decís vosotros los extranjeros, eso es una masjid", la palabra árabe para el templo islámico, también usada en urdu. "Los extranjeros decís mosque, que viene de mosquitos, porque queréis decir que es un sitio repugnante". Se equivoca, claro, pero me siento un poco culpable porque al fin y al cabo esta locura etimológica probablemente se debe a nuestra alteración fonética ('j' por 'k') de la palabra original, que luego ya pasó a otras lenguas, entre ellas el inglés.

El auditorio se agita entre llamadas al resurgimiento del nacionalismo pastún -el punjabí parecía retraído- y a la defensa ardorosa del Islam. Igor, que es un primor, apaga el fuego con su bondad. Yo me veo tan incapaz de decir algo bueno sobre el integrismo religioso que me dedico a servir comida y bebida a los comensales, algo que lleva al ideólogo de la teoría del mosquito a considerarme, de forma ya irrefutable, una buena persona.

Pir insiste en que quiere ligarse a una holandesa de raíces italianas que Igor y yo conocemos. Esto parece mucho más interesante para todos los paquistaníes, aunque los españoles insisten en preguntar sobre talibanes y bombas. Y Pir se lamenta: "Mira, el territorio es fácil de conquistar, lo sabemos nosotros los pastunes. La tierra se barre -dice mientras dibuja con los brazos una enorme extensión asolada- y punto. Pero esto es mucho más difícil. Se trata de conquistar cuerpo y mente".

Todos ríen, quizá tras repasar sus proyectos amorosos -más o menos imperialistas o poéticos, inocentes o desvergonzados, sinceros o malvados- en Barcelona, Waziristán, Bilbao, Lahore, Madrid, Islamabad, Berlín; Delhi. Nos vamos a casa: Igor está como siempre muy preocupado por el futuro del país en el que vive. Por una idea nacional ya totalmente deshilachada que nunca ha convencido a nadie; quizá aún menos a las numerosas etnias que habitan en Pakistán. La mística del sufismo, la poesía en urdu y el liberalismo retroceden: avanza en desorden un integrismo amoral y desintelectualizado que pocos comparten pero que no todos están dispuestos a rechazar.

Pero seguimos con amor hacia Pakistán por sus generosas gentes, su pronunciación suave, sus mezquitas pensantes. No se me va el olor a Pakistán porque allí sigue Igor, hablando cada día conmigo para dirigir en un sentido u otro las lanzas de la información, constatando a diario la entrañable desorganización de un pueblo que te miente y te saca de quicio, que te promete e ilusiona.

Entra en mí el desasosiego porque todos los países del sur de Asia, sin excepción y en especial Pakistán, deben definirse a partir del modelo de la India. La idea india está en la brisa lenta de las mezquitas paquistaníes, donde los fieles se postrán ante Alá; en las pagodas de los templos hindúes de Nepal; en los puntos sagrados del budismo de Sri Lanka; en los rickshaws de mil colores de Bangladesh; en los sueños y las televisiones de los afganos; en el sustento de la monarquía de Bután. Para gozo de unos y sufrimiento de otros, está presente en todas las mentes surasiáticas como algo sobre lo que hay que formarse y opinar.

Pero imagino mil veces que cruzo la frontera por tierra, que me adentro de nuevo en Pakistán. Doy gracias a Igor, susurrando, por su enorme esfuerzo por informar cada día y, de forma un poco más egoísta, por contarme cada día los cotilleos políticos, el movimiento de los días, los sueños rotos o las nuevas ilusiones del pueblo paquistaní. Llaman a la oración musulmana en Nisamudín; lo escucho desde mi ático.

Maisán: desde Delhi siento que Pakistán y la India son la misma sangre.

domingo, junio 07, 2009

Literatura y plantas

Leo compulsivamente cualquier texto o pronunciación pública que haga referencia a la palabra literaria y a la forma que debe adoptar, a la discusión de estilos, a poéticas enfrentadas, a teorías de la narración. Salgo a la terraza de mi ático indio para celebrar los juicios de mi gusto, con la intención de regar las plantas, una experiencia en realidad muy dolorosa porque todas -convenientemente bautizadas con nombres de escritores- son ya secarrales devastados por el sol de Delhi. Lanzo todo tipo de objetos -con especial entusiasmo mecheros, botellas de agua y cajas de películas- si las ideas que leo me indignan. Y contraigo mis músculos faciales mientras expulso un denso bloque de humo, cigarro en alto y en una conducta que ni yo mismo entiendo, cuando no estoy de acuerdo pero el texto me invita a girar mi pensamiento. Supongo que son los habituales espectáculos emocionales del ser humano: levitación, ánimo destructivo, resistencia mental.

Murió Benedetti y habló Gamoneda sobre él. "Utilizaba un lenguaje normalizado, el lenguaje de la comunicación coloquial, que, aunque respeto muchísimo, no comparto". Estoy citando a partir de lo recogido por la agencia Efe. "La palabra meramente informativa se puede encontrar en las columnas de periódico, en la televisión y hasta en los púlpitos, pero la poesía para mí es otra cosa, no es un pensamiento reflexivo ni discursivo". Se generó una gran polémica a causa de sus declaraciones, siempre con la discusión de fondo en la que andamos metidos hace años: la poesía de la experiencia, narrativa, labrada en lo cotidiano, sencilla y comunicativa contra la poesía del silencio -no me gusta nada la etiqueta-, que linda con el asombro y da una elasticidad mística a la palabra. Lo curioso es que ambas corrientes -que no quieren identificarse con estos nombres- creen que la otra es la que goza del respaldo oficial, cosa que desde luego no tendría que importar a nadie. En mi opinión, desde que Valente nos dejó el último gran poeta español vivo es Gamoneda, aunque a veces hago aquello del humo cuando leo sus opiniones. Ya dijimos aquí que Gamoneda piensa que la literatura no es poesía. Las dos primeras líneas de este escrito ya dejan ver que difiero.

También habló hace poco Juan Marsé, uno de los grandes, con motivo de la concesión del Premio Cervantes. La metaliteratura le deja "frío" y no se considera un intelectual, sino "solamente un narrador". No es menos. Discutí por teléfono con Joan Pau sobre Últimas tardes con Teresa. Otra vez. Los dos somos devotos de esta novela: la narración sostiene a pulso las tardes con fortaleza, sin otro propósito que el puro desarrollo del relato y el contagio lingüístico de la belleza. A mí me asombra; jamás podría acercarme. El mismo Joan Pau me ha tachado de "formidablemente críptico" e incluso me ha preguntado si alguna vez hablaré "desde el pozo simple y sereno de la existencia". Es mi vieja fe en lo intelectivo para crear emoción. De ahí mis obsesiones literarias: Fernando Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Samuel Beckett, Octavio Paz. Con autores como Marsé o Scott Fitzgerald tengo un trato más tranquilo. Incluso con Tagore. Quien me conozca no se va a creer esto último.

Lanzo a pleno músculo jarrones e incluso teléfonos con artículos como éste. Es del sociólogo Vicente Verdú: se extiende más aún sobre sus reglas para la novela en la obra No ficción. Mis fragmentos favoritos:

"(...) en la narración es torpe seguir como si no existiera publicidad, correo electrónico, chats, cine, YouTube, MySpace o la blogosfera. Quienes en los países donde se han desarrollado las nuevas formas de comunicación continúan redactando novelas a la antigua usanza atienden sólo a los lectores vetustos, incomunicados o burdos".

"La fantasía, la intriga -y tanto más cuanto más enrevesada resulta- debe considerase un recurso estereotipado e indicio, a la vez, de no aspirar a mucho más que un sudoku".

"El estilo en tercera persona es hoy el colmo de la falacia, la hipocresía, la cursilería, el amaneramiento o la vana pretensión de saberlo todo por parte del narrador a la manera insufrible de la voz en off en los años cincuenta del cine".

Es una "teoría literaria" en boga la de escritos fragmentarios ensamblados como si fueran una obra consistente, apelando a la naturaleza líquida de nuestros tiempos, la multiplicación e inasibilidad del sentido y otros argumentos posmodernos. La cosa está yendo mucho más allá de la estudiada intertextualidad. Creo que soy uno de esos trasnochados que describe Verdú, pero lo que tengo claro es que no soy un "receptor mediático" sino un lector. Tampoco tengo una "sensibilidad multiplicada", porque no entiendo qué es eso. Ni creo que el escritor deba renunciar jamás a usar la tercera persona, que combinada con la primera persona nos asiste en el delicioso juego de la distancia, como en Lolita de Nabokov. Y respecto a la introducción masiva de elementos de "nuestra era" en la literatura... Lo siento mucho, pero, tal y como le comenté a una amiga en una larga noche de conversaciones, usar una minipimer no me define como persona. Por mucho que la use todos los días. Tampoco el iPod o los videojuegos. Celebro su aparición en las novelas como reflejo de la realidad, pero su irrupción en la poesía no va con mi férrea sensibilidad. Lo que me define como persona es lo mismo que sacude a mis antepasados: el amor y los mares desbravados, los arrebatos de desilusión y tedio, la alegría o el desconsuelo por la vida; también los detalles luminosos de la puesta de sol: el goce estético de cosas mínimas y sin intervención de pasiones desatadas. Reconozco que el asombro puede sorprenderme jugueteando con un móvil de tercera generación, pero supongo que prefiero que sea sobre hierba mojada. En eso, como en teoría literaria, soy de la vieja escuela.

Creo que la escritura literaria será siempre fabulación y alusión a lo real, ingenio y giro, inocencia o voluptuosidad, tardes plagadas de pájaros: su contenido ha sido siempre múltiple y ambiguo y no necesitamos acudir a lemas comerciales o conceptos posmodernos para subrayar que somos fragmentarios o globales. Es un viejo arte que se renueva, pero fundamentalmente sigue igual, porque nosotros somos los mismos, pese a que lo natural es que con el tiempo nos vayamos escorando hacia algún lugar desconocido.

Aunque quizá debería dejar de lanzar mecheros, porque me voy a quedar sin poder fumar. Así me lo indicó Alá en mi último viaje a Pakistán: estaba en un taxi dando vueltas por Lahore y el mechero, que había colocado sobre la guantera, se desintegró tras una desconcertante explosión a causa del calor. Me eché unas buenas risas con el taxista, con inevitables alusiones -de dudoso gusto- a lo que a todas luces fue un atentado talibán.

Tendría que dejar de ser tan integrista y regar más las plantas. Verdú habla de que la escritura ha de centrarse en su "habilidad para hacerse indispensable como medio de conocimiento" y asegura que debe ser "insustituible en la iluminación y la clase de disfrute que procura". Y se agitan mis mofletes, quizá aplaudiendo un sentimiento general de que en los diversos caminos, todos respetables, el rigor y la excelencia actúan como extraños acompañantes que, como los guías indios, nos incordian y nos meten en la cabeza que son indispensables.

jueves, junio 04, 2009

La sensibilidad

Durante la primera parte de 2009 he tenido la oportunidad de visitar el resto de países del sur de Asia que me quedaban por ojear, salvo las Maldivas (mi bolsillo y mi curiosidad no me alcanzan para desplazarme hasta allí). Estos viajes han venido acompañados de una febril actividad informativa en esta parte del mundo: se ha acabado la guerra civil en Sri Lanka, el Ejército de Pakistán ha lanzado una gran operación contra los talibanes que ha desplazado a 2,4 millones de personas y el Partido del Congreso ha barrido en las elecciones indias. En Afganistán, la cosa sigue tranquila a la espera de los comicios presidenciales de agosto. Ahora que debo quedarme anclado en Delhi unos meses, durante los próximos días voy a intentar fijar algunos misterios de estos países desde mi experiencia personal y, como siempre, desde cualquier mota de polvo que desprenda literatura o palabras.

Voy a empezar por el principio: un tema atemporal cuya escritura me ha llevado mucho tiempo y disfrute. Se trata de la estancia del poeta mexicano Octavio Paz en la India (1962-1968). Fue una bendición para el público de habla española: obligatorio es para todo amante de la poesía la lectura, al menos, de Ladera este y El mono gramático. El estilo de la agencia de noticias no me permitió algunas licencias en el artículo, pero aquí os quiero contar otros detalles que os pueden interesar.

Entrevisté a su contable y traductor durante aquellos años, G. Aroul. Es un tamil de ojos azules y encantador español, con la cabeza llena de sueños y una corta melena brillante y salpicada de canas, testigo de su avanzada edad. Contó muchas cosas, algunas de las cuales me vi obligado a no publicar debido a que no pude contrastarlo con otras fuentes. Una de las anécdotas más divertidas es que, según su relato, durante su viaje al templo de Galta -inspiración definitiva para El mono gramático-, Octavio agarró la pipa de un sadhu (extraña alma antigua y barbuda que ha dejado su familia para entregarse al ascetismo y deambula por la India) y se fumó su ración de marihuana, no sin antes sacudirlo al ver que estaba "en trance", lo cual causó un enfado considerable en su pareja, la francesa Marie-Jo.

Me explica más cosas de sus visitas al centro del sufismo islámico en Delhi: Nisamudín, al lado de mi casa. Allí se amontonan centenares de musulmanes, entregados al santo y al poeta y de espaldas al emperador Humayún, cuyo mausoleo queda a menos de un kilómetro y se ha convertido en un espacio amplio para la visita de turistas. La comprensión de El mono gramático me llega poco a poco por la vía de la emoción. Su origen es el dios mono Hanuman, que arrancó un diente a la deidad elefante Ganesh y escribió la gramática sánscrita ensamblándolo a su pluma, según la mitología hindú. Pero estas páginas de Paz contienen otro salto hacia nuestra cultura, un vaivén extrañamente sostenido por una evidencia: la India es una de las mejores atalayas para observar Oriente y Occidente.

Al menos eso se desprende de la poesía de Paz durante aquellos años. Me contó Conrado Tostado, agregado cultural de la embajada mexicana con el que he hecho buenas migas, que Octavio estuvo "tentado" de convertirse al budismo, algo que rechazó para recolocarse en la tradición del pensamiento occidental. Paz se volvió loco con la filosofía budista: ya introducido en las ideas del budismo zen en Japón, devoraba todo libro que se hallara en las tripas de la cuna del budismo, la India, que desde luego ya se ha olvidado de aquellos días. Aconsejado por Sham Lal, por entonces director del malogrado The Times of India, se adentró también en la India antigua.

Por el momento yo me siento más atraído por la historia de la literatura india -pronto esperamos hablar sucintamente sobre la poesía devocional, el bhakti-, la luz que desprende la palabra bengalí en contacto con el romanticismo inglés o la estética que despega de la mezcla del abigarrado arte hindú y la geométrica arquitectura islámica. No acabo de entender bien El mono gramático porque no he profundizado en el budismo, aunque siempre hay algo que no comprendemos en nuestros libros favoritos, empeñados en sembrar misterios en nuestra cabeza.

Hablé con Marie-Jo, que reside en México, por teléfono. Se conocieron en otoño de 1962 en Sunder Nagar (Poblado Bonito), cerca también de mi casa. El sitio tiene un mercado curioso y pequeño, nada indio porque no hay muchedumbres y muy indio porque siempre hay que regatear. Ahora se ha puesto de moda un restaurante italiano (Baci) que por las noches acoge a los juerguistas. Hay muchos jardines y en uno de ellos estaba sentada Marie-Jo con unos amigos. Octavio seguramente se acercó -esto es pura especulación- y labró ideas o puentes, palabras o dogmas, comentarios o análisis. El contable de Paz me había dicho que se conocieron en una fiesta de un artista indio, pero obviamente prefiero dar veracidad a la versión de la viuda.

Marie-Jo describe como muy intensa la relación desde el principio. Ella estaba casada; él se había divorciado hace unos años. Finalmente contrajeron matrimonio bajo la sombra del árbol del nim de la residencia de Paz en 1964. Tostado me acompañó en nuestra visita a la casa. Allí está el salón donde recibía a la clase intelectual india. También el jardín de la boda, en el que Paz, Cortázar y sus señoras celebraron la fiesta de los colores (holi). Ojo al vídeo de Aurora Bernárdez colgado en internet. Os aseguro que la fiesta, hoy, es exactamente igual. Cortázar corrigió Paradiso de José Lezama Lima en esta residencia. No sé si habéis leído esta novela, escrita por un poeta: inconmensurable, imposible, excesiva; toda una demostración de que no conocemos la lengua española. ¿Alguien ha conseguido leerla entera? Yo no; me agoté. Cuentan también que Cortázar y su pareja no estaban viviendo momentos muy felices cuando pasaron por la India y que Aurora lloraba a menudo; se divorciaron poco después. Siempre me ha intrigado, por otro lado, lo poco que escribió Cortázar sobre la India; quizá el aproximamiento fue demasiado tímido como para aspirar a estampar la palabra sobre un escenario desconocido. A algunos aún les quedan decencia y humildad.

Os podría contar alguna anécdota más sobre Paz sucumbiendo a la fiebre tántrica, pero hay un aspecto, más abstracto, que me ha interesado especialmente: la colocación mental. Todos las fuentes que he consultado coinciden en señalar que entró de lleno en la cultura india, pero que la asentó sobre su acervo intelectual pese a las tentaciones. En ello fue muy firme: tuvo repetidas conversaciones con la clase intelectual india, acodada en el antiamericanismo y el socialismo emanado de los años de Jawaharlal Nehru, y según Tostado fue fundamental en su labor de abrir el panorama artístico europeo a la nata india. Sobre su credo liberal -cercano al anarquismo, según reiteró en varias entrevistas- no vamos a discutir ahora, pero desde luego tuvo que ser interesante su diálogo con los indios, trabado en una época en la que la ideología aún significaba algo. Los indios tienen más de anárquicos que de anarquistas, pero a mí este país me parece un buen teatro para profundizar en alguna de las raíces del credo libertario. Por cierto, mi libro sobre el anarquismo en Barcelona no va a salir.

Para los extranjeros -hace poco me preguntaban por ello-, vivir o escribir en la India es un reto intelectual que te obliga a posicionarte. Hace unos meses nos reunimos un grupo de corresponsales para cenar, precisamente en Nisamudín. Algunos denunciaban al blanco que desprecia a los indios y mancha su dignidad; otros elogiaban la escala de valores europea y se escudaban en la innegable violación de los derechos humanos y la falta de libertades civiles para defender una crítica más ácida y resistirse a dar más confianza a la India. Hippies absorbidos por la charlatanería religiosa, pijos ultrajados por la mugre y la decadencia, periodistas que quieren cambiar la India, empresarios que se creen el milagro económico, devotos que ven en la democracia india una sinfonía universal, cínicos necesarios que se resisten a volar ante la corrupción masiva y la perversidad. Vaya fauna eh.

Octavio Paz también escribía cartas a sus amigos mexicanos cagándose en los indios e irritado por el funcionamiento precario de todo. Pero nos ha dejado a todos la auténtica mirada, quizá la más cruel por su apego a la estética y la iluminación: la mirada del poeta. La disparidad de ideas es inevitable en la consideración analítica de la India; pero el poeta sucumbe absolutamente, arrodillado o enhiesto, cínico o entregado, a construir una palabra más grávida y significativa en la India. Es la caída en la sensibilidad del mundo. El movimiento infinito hacia lo único relevante que tenemos: la poesía, olvidada -como ya dijimos-, impune y elegantemente en detrimento de los motivos lógicos que todos conocemos y que ahora me permito detallar: la economía y la política.

sábado, mayo 16, 2009

sábado, abril 18, 2009

La India vota: imaginación y descenso

"En la India, el 'bhakti' o lo que podría llamarse el camino de la devoción o del culto a los héroes desempeña un papel importante en su política, incomparable en su magnitud al que desempeña en cualquier otro país del mundo. El 'bhakti' en la religión puede ser la vía hacia la salvación del alma. Pero en la política, el 'bhakti' o el culto a los héroes es una vía segura hacia la degradación y la dictadura".

Corría el año 1949. Faltaban dos años para la celebración de las primeras elecciones en la India, que se había independizado de la Corona británica en 1947 tras un proceso traumático de partición que desembocó también en la creación de Pakistán. El líder de los 'dalit' o intocables, B.R. Ambedkar -artífice de la Constitución-, advertía sobre la extraña forma que podía tomar esta nueva democracia, sobre cómo su "gramática de la anarquía" podría no contribuir al lenguaje de los derechos humanos y la separación de poderes. Ha sido precisamente este culto a las dinastías el que ha degradado la democracia india en las últimas tres décadas, aunque el pronóstico del descenso al autoritarismo (del que se han hecho eco durante años británicos, franceses, estadounidenses, incluso indios) no se ha cumplido. Los indios abrazan más que nunca la figura demiúrgica de los Gandhi, los arrebatos de santos hinduistas, el dólar y la rupia como tótem; siguen sin levantarse de la extrema pobreza, asisten sin oposición a la corrupción masiva del sistema, grandes violaciones de los derechos humanos siguen perpetrándose en nombre del sistema de castas. Es poco, pero hoy sigue la democracia: la única capaz de dar dignidad a la India. Así al menos pienso yo: no sólo es el mejor sistema, ahora con inmensas fallas, sino el único posible. El que debe echar una mano para que la India se deshaga de sus miserias sin sacudir su psique, aunque sea a velocidad de rickshaw, inapreciable para nosotros los occidentales, acostumbrados a los porsches y los ferraris.

Ya en los comicios de 1952, en los que barrió el Partido del Congreso de Jawaharlal Nehru, se vivieron las increíbles escenas de la democracia india: miembros de la Comisión Electoral montando mulos durante cinco días para poner colegios electorales, campesinos caminando durante horas para ir a votar, buques para cargar urnas y llevarlas a los lugares más remotos (India after Gandhi, Ramachandra Guha). Y denuncias por irregularidades: una de ellas por la presencia de anuncios electorales en un radio de menos de 100 metros alrededor del colegio electoral, quizá inevitable, porque era una vaca pintada cuyos movimientos los indios jamás se atreverían a restringir.

El jueves la India empezó a votar: la cosa durará casi un mes. Para que los 714 millones de desorganizados indios llamados a las urnas ejerzan su derecho a voto, de nuevo se ha llevado material electoral en lo que ha hecho falta: helicópteros, elefantes, caminatas por las montañas...

Esto nos encanta, nos fascina: queremos ver en ello un entusiasmo democrático sin límites. Pero a todos los que nos interesa la India nos ha asaltado la duda de si el país sería menos pobre, más justo, con otro sistema.

Recordemos, en primer lugar, que la democracia no fue implantada en la India por una potencia extranjera. Fue empujada por sus líderes que, claro, bebieron en la tradición occidental para inspirarse en un modelo para su país. La comunidad internacional, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, ha vaticinado en numerosas ocasiones el decenso a la dictadura, algo que no estuvo tan lejos con Indira Gandhi en 1975. ¿Vaticinado o deseado? En el contexto de la Guerra Fría, las prioridades eran evidentes; la democracia no era una ventaja para ganar aliados.

Y hoy la India sigue en su desgarro tranquilo, insistiendo en sus injusticias. Pero se ha constituido como un modelo político admirable, al menos en sus cimientos: un país viable integrado por bengalíes, tamiles, marathis, punjabíes, musulmanes, hindúes, jainíes, cristianos, con una conciencia general, más o menos discutida por los separatismos, de pertenecer a un proyecto común. Sí, el mantra de la diversidad cultural, otra vez. ¿Por qué no? ¿No es éste el Estado multinacional que desean los europeístas para su continente? ¿Dónde se extravió la ingenuidad de la Humanidad?

La estabilidad institucional de la India es la marca más positiva que ha dejado la democracia. No ha servido para acabar con la pobreza, la corrupción, las masacres, la hambruna. ¿Estaba llamada a ello? Quizá. ¿Los comunistas chinos han hecho más por sus pobres pese a no garantizar las libertades civiles? Quizá. Pero creo que corresponde al pueblo y a los líderes políticos y empresariales de hoy llenar de contenido lo que un día Nehru y una clase dirigente generosa creó. La democracia ha puesto las hojas de palmera: ahora los campesinos, los santos, los poetas devocionales del 'bhakti', las mujeres envueltas en saris o con tejanos, los jóvenes inclinados hacia Occidente o metidos en su circular cultura, deben escribir en ellas.

Y nadie dijo que escribir una novela sea una tarea fácil.

lunes, marzo 30, 2009

Amores indios

Él salió con velocidad dejando las ragas de su moto por la Delhi antigua, buscando nuevas salidas a las calles revueltas y humilladas de la India, anhelando un corte en el tiempo: llegaba tarde al tren.

Ella leía, por fin con fruición, un libro que le había regalado él. Entredormía, sabía de las vigilias de su tren, otro tren más lejano que la llevaba a Calcuta, a Puri, a Chennai, a Bombay, a cualquier sitio del país imposible.

Él por fin aparcó la moto y se subió en el rickshaw con la mochila. Mientras pensaba en lo que le esperaba en Khajuraho, pensó en lo de ahora y vio que había perdido una menorquina, dónde está, me la había regalado ella, para, para, y vuelta atrás, ahora corriendo descalzo porque caminar solo con una menorquina le habría producido baches en su ritmo de galope, galope, alpargata perdida, salidas a las calles humilladas, y el tren que se va a ir sin mí pero la menorquina...

Ella llegó a Calcuta o a Puri o a Chennai o a Bombay y se bajó del tren. La mente ya entraba en el diverso trajín de la realidad, todavía emborronada por las palabras y el Caribe, por El amor en los tiempos del cólera en edición antigua, pero lo indio entraba y salía de sus ojos, con el libro, sin el libro... que se había quedado en el tren.

Y él que corre ya sin esperanza, consciente de las curvas tomadas, del tiempo perdido, de las motos y los camiones y las bicicletas con trayectorias erráticas imposibles de reconstruir.

Y ella que tres horas después se da cuenta y vuelve a la estación de ferrocarriles en un esfuerzo inútil, porque el libro seguramente estará ahora en Calcuta o en Puri o en Chennai o en Bombay pero no donde está ella.

Pero todo vuelve al inicio porque la menorquina está de regreso, entre dos piedras, ahora entre sus dos manos, una de las cuales para a otro rickshaw para llegar a meta, a un diverso fin de semana; y también porque en la estación de trenes de Calcuta o de Puri o de Chennai o de Bombay un bengalí intenta leer una novela de García Márquez que le gusta mucho pero que no puede entender porque esta en su idioma original; ella se lo arrebata de las manos dando las gracias.

Y así los dos, lejos de la capital de España, donde se conocieron, llegaron al entendimiento de sus pérdidas, al loto de la expresión mutua, porque la India les había devuelto aquello que ellos, con justicia, habían perdido.

martes, marzo 03, 2009

Motín en el alma


Mi último viaje me ha llevado a las dos Bengalas.

En Calcuta, por fin, asistí a la boda de mi amigo y poeta Subhro Bandyopadhyay. Aquí tenéis su historia por si os interesa, aunque en la entrevista esté mal escrito su nombre. La ceremonia nupcial, de carácter laico, tuvo lugar en un céntrico lugar de Calcuta y careció de pompa religiosa, algo desalentador para un occidental viviendo en la India, siempre ávido en estas ocasiones de mantras, bailes y ungimientos. El novio llegó más de una hora tarde con toda su comitiva, algo que pasó desapercibido, ya que el funcionario que les debía casar se tomó otras dos horas. El segundo tramo de la boda consistió en un sencillo y agotador banquete en el pueblo de Subhro, Baripur, situado en las afueras de Calcuta. La casa de Subhro es un lugar ideal para leer y escribir: nada se escucha desde su terraza; sólo el lento despliegue de páginas y los gritos de los niños jugando a críquet. Diferente fue el banquete, de más de cinco horas, durante las cuales los novios recibían en la puerta a los invitados e iban esperando a que éstos cenaran en interminables tandas. Yo me vi envuelto, como siempre, en ese vaporoso tejido social que es la interacción humana india en este tipo de eventos: muchas primeras preguntas (de dónde eres, estás casado) e interrupciones y profundización imposible más tarde. Un proceso comunicativo tantálico, en fin. La última noche la pasé en casa de la novia, en el sur de Calcuta. Los padres de ella me conocen bien. Me desperté por la mañana y el suegro de Subhro, un señor de respetable lunghi y conversación divertida, inició su bombardeo de preguntas. Mi vuelo a Dacca (capital de Bangladesh) salía en tres horas. Tras varias invocaciones a Maradona -hay que jugar como él, la mete por la escuadra- el padre me dijo: "Bueno, aparte de este jol pore pata nore -el primer poema de Tagore, que él mismo me enseñó y repito para satisfacerle- tendrás que aprender bengalí, ¿no?". Y ya todo eran risas, el vuelo me esperaba y todo eran risas, y me decía, serás profesor, y yo decía, no, yo quiero continuar trabajando como periodista, y tus padres estarán muy contentos, pero mis padres ya están contentos, y cuando entres en clase todos los alumnos te dirán: "Good morning, sir!". Y repetía, good morning sir, good morning sir, hasta que salí en taxi hacia el aeropuerto con la mañana inconsciente sobre mí.

Si en Bengala Occidental (India) pasé los días en introspección y lectura, en Bangladesh todo fue un salir de mí. Mi anfitrión fue esta vez Obayed Akash, redactor jefe de la sección de Cultura de un diario local y director de una revista literaria que me publicó un poema hace un año. Entré en su despacho diminuto y cochambroso, lleno de cajas que decían 'poesía' o 'suplemento'. Empezamos a fumar. Bajito, delgado y con gafas de pasta, Obayed es un señor divorciado de casi 40 años que aparenta muchos menos.

Nos vamos al "club de reporteros" de Dacca, donde todos comían en mesas desangeladas y en un escenario de mugre el acostumbrado arroz y pescado con curry que tan malos ratos de estómago me hizo pasar. Luego nos subimos a uno de los coloridos triciclos de Dacca para llegar a la excesiva Feria del Libro. En el puesto de revistas de poesía, Akash o "Cielo" departe, fuma, me presenta a gentes -todos poetas emergentes o veteranos, todos con un libro en la mano, todos buscando a otros poetas emergentes o veteranos con libros en la mano- y me habla de sus obras, entre las que hay títulos en bengalí como Cómo construir un infierno. No quepo: la densidad de población es incluso desmesurada para estándares indios. Hay una locura general sobre el libro y la lengua cotejable a la de la otra Bengala, a pesar de estar las dos sumidas en la extrema pobreza, sobre todo la parte musulmana. Un desgarbado hombre mayor, que ha dejado de escribir hace ya años, me instruye sobre los nuevos rumbos de la literatura en bengalí, sobre la insistencia de los islamistas en que los bangladeshíes construyan otro marco literario, separado del de la Bengala india; es una locura, dice el Bartleby de Dacca: la lengua nos lleva por el mismo camino. Del resto de conversaciones salen muchas de las puntas de lanza de lo moderno occidental -Pound, T.S. Eliot, Juan Ramón, Buñuel, Truffaut- y lo bengalí -Tagore, Jibanananda Das-, además de reiterados lamentos sobre el declive de la cultura de las Bengalas, una saudade que nosotros venimos celebrando desde finales del siglo XIX, empujados por Viena, la crisis del lenguaje y la angustia metafísica de entender un mundo imposible.

Y un día después me sorprende un motín de la guardia de fronteras de Bangladesh en su cuartel general, que podría haber acabado en una carnicería si el Ejército hubiera usado la fuerza. En los alrededores del cuartel todo es un poco como en los atentados de Bombay: los pobres esperan con estupor a que la política, los terroristas o lo que sea que esté pasando en ese espacio se organice para que todo vuelva a la mísera normalidad.

Pero cuando vuelvo a Delhi encuentro en mí otro motín, más íntimo y arriesgado, con exigencias inocentes o valientes, según qué otra parte de mi ser la evalúe. Me desdoblo para defenderme y la sensibilidad rebelde, el espíritu de revueltas, me piden un diferente estado lírico para mi yo general. La exigencia es que me enfunde el uniforme del poeta y me dedique a sus labores: decidir qué se desprende del pulso de las tardes soñolientas, especular sobre qué mensaje secreto se descuelga de la luz, analizar los agravios espirituales de los árboles, leer las palmas de los monos por si hubiera un mapa de otro mundo, bucear entre la idea y la materia para escribir el reverso del mundo este, real, que es el de la poesía, olvidada impune y elegantemente por los motivos razonables que todos conocemos.