escalera: mayo 2008

jueves, mayo 29, 2008

El malestar de la lectura

Pienso a menudo en un libro que en su día pasó sin pena ni gloria por mis manos y que me vi obligado a leer con fruición: The Bostoners, de Henry James. Fue durante el año que pasé en la Universidad de California, Santa Bárbara (UCSB). Por cierto, he descubierto que Robindronat Tagor, poeta indio al que estoy dedicando mi tesis de Literatura Comparada, decidió allí, entre las palmeras, crear la Visva Bharati (Santiniquetan), una escuela de libre enseñanza en suelo bengalí, para entendernos. Me reconforta el pensamiento de que en el mismo espacio donde dejaba volar mis ideas -cometas que se perdían por las playas del Pacífico, palabras deseantes en bamboleo con las arenas californianas- Tagor visionaba la Universidad del futuro.

Tuve que leer The Bostoners a toda leche porque al día siguiente tenía examen de literatura norteamericana del siglo XIX. Había disfrutado tanto con el excesivo Whitman y, sobre todo, con la finezza de Dickinson (su poesía era una justificación intelectual del pesimismo: yo estaba convencido del influjo de Schopenhauer, algo por otro lado indemostrable), que tenía mis reservas sobre los placeres que me podía dar James, un autor a priori lejos de mis coordenadas estéticas.

Recuerdo aquella noche de lectura feroz con nostalgia: el remolino de sábanas, el intercambio verbal irregular con mi compañero de habitación, un tibetano que adquirió la ciudadanía estadounidense (¡cuántas preguntas le haría ahora que estoy a un paso del Tíbet!), los viajes a la habitación de al lado (vivía en una especie de comuna con dieciocho personas), donde también estudiaba para el mismo examen un americano de ascendencia irlandesa con el que me había picado. Él sacó un 9; yo un 9,5. Es una de las grandes satisfacciones de mi vida. Supongo que esto no me hace aparecer como una persona muy humilde.

De lo que quiero hablar es de la obligación moral de aquella lectura. ¿Cómo iba a hablar de una novela sin haberla leído? En puridad, era innecesario: cuatro tópicos, contexto, influencias, alguna interpretación excéntrica y casa escobada. Pero me vi moralmente lanzado a su deglución. Era un peñazo de libro. No recuerdo casi nada de la trama, pero ha permanecido en mi mente el estilo realista, la descripción minuciosa, las palabras desnutridas al servicio del insieme de la obra. Sí, sí: me gustó. Más tarde descubrí que el motivo fue la inadvertida exploración de la conciencia subjetiva que se puede leer en la novela. Exquisita y equilibrada prosa que tocaba inadvertidamente uno de los espacios capitales de la modernidad.

Creo que cualquier tipo de texto crítico no puede escribirse sin haber leído la obra a la que se refiere. Lo digo porque he leído una reseña en el suplemento literario del Times sobre un ensayo, Comment parler des livres que l'on n'a pas lus?, de Pierre Bayard, un profesor universitario de literatura francesa que asegura leer muy poco y dar clases sobre autores que nunca ha leído. La no-lectura es un tabú, el acto de leer está sacralizado y a veces más vale no hacerlo porque no te enteras de nada. ¿Cómo se te queda el cuerpo después de leer Así habló Zaratustra de Nietzsche o el Ulises de James Joyce? A mí casi me da un pasmo con el primero.

Estoy de acuerdo con Bayard. ¿Para qué todo este sufrimiento? Una insoportable melancolía se filtra en mí al pensar que no podré leer ni una décima parte de lo que quiero leer (si leo cuatro libros al mes, ¿cuántos leeré en mi vida? ¿Entre 3.000 y 4.000? ¿Cómo me atrevo a tragarme todos los libros de Beckett, Tagor y Juan Ramón, en detrimento de tantos otros?); además, mi capacidad de exégesis de los mismos es, siendo optimistas, muy limitada, y me veo condenado a pensar durante lustros que Musil, por decir un autor que no he leído y que creo que me daría una asegurada satisfacción literaria, es un fenómeno, una tesis que mantengo desde la ignorancia más absoluta de su obra, un hecho degradante intelectualmente.

La cultura, en este caso escrita, aparece como un monstruo terrible de brazos múltiples, como el omnipotente Mahakala. Vamos todos a la pira. La vida es un tostón infumable y la lectura, que para algunos pelagatos es una de sus ramas principales, es una prostituta que no se deja deshojar. Vaya mierda.

Y cuántas ganas de echarse unas risas tiene la gente de ahora.

miércoles, mayo 14, 2008

La longitud eterna del lenguaje

Hay pocos países que tengan decenas de grupos terroristas activos en su territorio y que les concedan tan poca importancia. Es el caso de la India. Es increíble.

Hay pocos países con una clase política tan descerebrada, irresponsable y malvada como Pakistán. Es increíble.

Pero volvamos a lo nuestro: he colgado un póster en blanco y negro de Tagor en mi ático indio. Pero no lo contemplo largamente porque la bolsa ya está casi lista y sólo quedan las botas y la camiseta. Me meto en el coche de mi amigo y vamos hacia la cancha. El sol está en un descenso que lo inunda todo: sólo he registrado este fenómeno en ciudades continentales, apartadas del mar, como Delhi. En Barcelona, San Francisco o Calcuta encuentro una inclinación dulce de la puesta de sol que sólo puedo interpretar como un homenaje o atracción hacia las aguas; pero en Madrid, Praga o Delhi las calles parecen un lingote de oro cuando el día toca a su fin. De todas formas, el sol delhí es especialmente impertinente y bello, me digo, mientras en el gran nudo de Delhi, en el centro de la Carretera del Anillo, descubro jardines escondidos y absurdos como las huertas de las afueras de Barcelona.

La semifinal es un trámite. El equipo, 'Bost Axola' ('Never mind de bollocks') fundado por un amigo vasco que se nos fue a Sudáfrica, está formado por Vikram, el Casillas indio, bajo los palos; Dimitri, la muralla española, en el centro de la defensa; Tito, un catalán un poco pesao, en la banda derecha; Mahinder, un rápido lateral indio que está como una cabra, en la izquierda; Martin, un joven eslovaco con un toque exquisito por delante de la línea defensiva, y Morgar en libertad de proteger al equipo o hacer daño al cuadro contrario.

Vemos la otra semifinal y los aficionados admiran el músculo de un nigeriano que dicen que juega en la Liga india. Pasan a la final. Y en la final me obsesiono con tapar al nigeriano, con superarlo por velocidad, con batirme con él, con la idea de que yo a éste me lo como, yo a éste me lo como. Prueba el recorte, la bicicleta loca, mezcla un regate de fantasía. ¿De quién es este toque que tocas? ¿Es una mala copia del viejo Estebaranz, de la electricidad de Messi, de la sinceridad de Villa? No, es el quiebro de siempre hacia dentro, tu engaño de piernas pequeñas y deseantes: tu regate intransferible por tu cuerpo encorvado, tus alas ensangrentadas y tus rodillas en enfado terrícola.

Es la palabra tuya, tu organización única del mundo, el encuentro de oscuridades que emerge de tu genética y tu experiencia, el poema inequívocamente morgiano: como los escritos literalistas de Garmor, como la sensibilidad desobediente de Judith, como la materialidad lírica de Joan Pau.

Hasta que la conciencia individual no evacúe, la autoría seguirá existiendo.

Y qué dulce es revolcarse entre las piernas del nigeriano, asistir a la forja de la personalidad en la lucha: hoy el aprendizaje de que a una carrera explosiva y corta tiene que seguir un pase rápido o un vuelo directo hacia la portería, hoy el aprendizaje de que si monocentras tu atención te pueden llover los palos por otro sitio: un indio del otro equipo me tuerce el tobillo y abandono la cancha.

Me quedo cinco minutos fuera, me duele mucho, acuden a mí masajistas desconocidos y camilleros de otro mundo. Estoy con Manoj y me pregunta si puedo seguir. Y respondo: "Hijos de puta". Manoj se parte.

Ya sólo me queda saltar de nuevo al campo a descubrir que la entrega abre el mundo: que el sudor hace girar más rápido las piernas malheridas, que las manos desnudas pueden abrir una rendija en el muro del misterio; hueco alto por donde el más pelagatos del equipo me envía un pase, hueco por el que me tiro al suelo para rematar y marcar el gol que dedico a Manoj tocándole los pies y regalándole un coletero del Hipo. Porque es importante saber dónde está uno y de dónde viene.

Y camino por mi barrio de flores abiertas por la mañana. Sostengo el trofeo al mejor jugador del torneo que me han concedido. Qué melones que son, pienso: he fallado un montón de goles. Piso el balón y me imagino que mi madre es india y que me lo ha tirado desde el balcón para jugar con los amigos. Recojo al niño que hay dentro de mí: cabe en la palma de mi mano, como los versos rumanos que estoy leyendo. Y guardo en mi barca la esperanza de que en esta travesía hacia la palabra, en este tránsito de novela solar, otro río vertical con sombrero se abra: el Objeto que todos intuimos, la Cosa sin cosa, el huso transparente: la verdad, que sí que se puede decir.

sábado, mayo 03, 2008

Conciencia escindida

(Un día en Bengala).

El pato de luz que entra por la ventana bengalí me despega los ojos, salto y doy comienzo al enfado por no haber podido enviar la crónica del día anterior por teléfono satélite, fumo por los pasillos del lugar de hospedaje improvisado brindado por Lapierre en el sur de Calcuta, cerca ya del delta bello, de las 104 ínsulas extrañas de tigres, miel y poesía en español. Subo al desayuno: el director de la ONG, un indio de risas agachadas, me había invitado al rezo politeísta matutino y, evidentemente, he querido perdérmelo. Mientras planteo a mi mente que resuelva el misterio del dios al que rezaban decenas de musulmanes e hindúes, mis manos resuelven la comida con las manos: las hortalizas hervidas entre el pan redondo, el desentrañamiento del huevo cocido, el té con leche indio.

Me despido de las gentes de la ONG y todo es un círculo como el del pueblo de mis padres: puerta por puerta a dar el adiós corto, el de los planes próximos y lejanos, el de la huida suave de lagartija. Subo al 'jeep' que me llevará a Juan Ramón, Valente y Crespo: el de las islas tribales del delta. Recorremos la mejor carretera construida en la India para llegar al paraje remoto: mientras el terreno gana trópico mi conciencia empieza a buscar división. Recuerdo a los románticos alemanes afrontando la escisión ya irreversible entre mundo y sujeto; la evocación del genio griego en perfecta inocencia con su producción del arte y su relación natural con los dioses: la modernidad autoconsciente que ya da el balón al sujeto, embarrado para siempre en su explicación del mundo.

Subo en el barco de Lapierre en mirada hacia las islas: desde los diques de ladrillo, guerreados por el musgo, los pescadores tiran sus redes azules. Me veo enlazado en el tiro de la palabra, en atrapar el mundo para llevarlo a mi redil, al campo de la literatura, a la devolución textual. Por qué agujero de la red se me está escapando, cómo cerrar las mallas, hacia qué posición orientar la creación, seguir la narrativa desde la mente, la que relaciona la experiencia cualitativa, romper el arco de lo real para hacer explotar lo verdadero, naturalizar el lenguaje para referirme más directamente a esto. El bote avanza y caemos en una de las islas, que parece la más grande, el final. Me subo a una moto con una tabla detrás; estoy sentado en la parte trasera y el paisaje de palmeras y marismas se aleja como la precisión de mi novela.

Llegamos al único hospital de la isla, auspiciados por un simpático personaje indio que, esta vez sí, se parece a Gandhi en palabra y acto. Vemos el sucio paritorio, el joven médico de la "clínica", los tejados comidos por el sol. Volvemos a la orilla en la moto, entro en el barco, que también sirve de hospital: les hacen rayos equis a los lugareños. Me quedo plantado ante la pantalla para comprobar la vista, con su cara en hindi, en bengalí, en el alfabeto romano. La giro y giro y mi cabeza: mi pasión ya desbocada por Tagor, el recuerdo latino de mi cultura europea, la presencia india de mi hoy. Salgo del buceo y me sorprendo con las declaraciones de Gandhi: "Bueno, esto no es una isla, es mainland". Escandalizados mis sentidos, zarpamos en busca de navegar por islas reales para obtener fotografías reales.

El mundo se ha transformado: lo que era isla es tierra, y todo el espacio examinado se me reconfigura. Antes de alcanzar el puerto de destino, como el arroz y la cazuela bengalí en los vientres del barco, absorto por el ruido insoportable del motor. En tierra, el 'jeep' ya corre en tierra firme para ir deshaciendo el camino y añadir el vertedero de las afueras de Calcuta. Pero el corazón ya se siente en casa al sentir la proximidad de College Street, de la Universidad de Calcuta, del espacio de libros viejos más grande del mundo, donde tantas tardes me he perdido con mi amigo Subhro en busca de obras fundamentales. El calor húmedo me trae el Mediterráneo y Subhro me trae a la librería de Tagor, cerrada, donde vendían sus obras por diez rupias, porque él era el moderno, el que quería los libros copiados para todos, la distribución de la cultura.

Le pido literalmente a Subhro que localice inmediatamente Lírica de una Atlántida de Tagor. En bengalí. Con la alusión a la poesía última de Juan Ramón, me refiero a los últimos versos de Robindronat. Él lo entiende perfectamente. Detengámonos en esto, por favor: él es indio y lo entiende. Esto es muy grande. Finalmente me hago con un tomo en bengalí de casi mil páginas con sus canciones y líricas más relevantes, que "completa" otro tomo que ya tenía. Sonrío ante la idea de lo completo, anhelo imposible para mi conciencia romántica ya escindida pero también para abarcar la imposible escritura de Tagor, que ocuparía mi biblioteca entera. No me han podido traer Lírica de una Atlántida pero me traen su penúltimo libro, es decir, Dios deseado y deseante. Me siento persona en riesgo hacia una cultura; mundo otro que también viene a lo de mí. Vamos a la cafetería de Tagor: una fotografía pequeña preside la enorme sala de techos altos construida por los británicos. El café: una de las naturalezas de Europa e inexistente en la India fuera de las grandes cadenas capitalistas.

Ya soy en Calcuta feliz: cuidando el libro de Robindronat, con una edición que me trae una alta nostalgia por su tacto europeo, por su cuidado caligráfico, por su ordenación sana. Veo en esta ciudad, en cuyas calles se compran igual Neruda que Tolstoi, Dante que Kalidasa, un ventrículo de nosotros hacia ellos, un escalón perdido: y, después de que Subhro me diga que un cineasta muy conocido está preparando un documental sobre mayo del 68 en Calcuta, me digo yo que sería un libro bello, una narración morgiana voladora. Salgo de la cafetería y miro otra vez la fotografía de un novelista bengalí famoso: Nabarun Bhattacharya. Ya entrevistado por Morgar. Centro de cultura accesible.

Vuelvo a Delhi y lo dejo todo allí: una nueva relación se abre. Schiller me coloca la arquitectura como creación primitiva y simbólica, contacto directo y no humano con la criatura primaria genésica; la escultura, como un acercamiento de dios al hombre, como un acercamiento respetuoso a lo otro, asemejándolo a nosotros; y a la pintura, la música y la literatura como las ciencias artísticas más metafísicas, como la última aventura del sujeto. Y sí: la literatura nos es exclusiva. Es sólo nuestra. Temor y coraje: ascensión imposible, alma encogida y elástica. Palabra amenazada e inmortal.