escalera: abril 2008

miércoles, abril 23, 2008

Cometas

Y no me pude resistir. Entré en la librería madrileña -cuánto más bonitas son las de Barcelona- y compré una pequeña edición de Siruela: La idea de Europa, de George Steiner. Era una vieja referencia, un libro sobre el que teníamos previsto pasar si se daba la oportunidad. Pagué los excesivos diez euros por la miniatura cultural y me la metí en el bolsillo de la americana de pana, recipiente donde recorrió toda la capital española, Moscú y los aires hasta posarse en suelo indio. Y recordé las salidas nocturnas en recepción de alguna mujer, cuando era más bien extravagante llevar peso y me metía un libro de Montale en el bolsillo como ahora guardaba el de Steiner, cuando pensé por primera vez que esto sólo lo podía hacer un europeo: a lo mejor un americano o un japonés se atrevían, pero no es el guardar las letras: es el cariño del intelecto, el acunar el conocimiento; la plena conciencia de llevar en la chaqueta el mundo y sus ramificaciones, en las que uno se imagina dispuesto a la observación y la excavación.

Dice Steiner que Europa tiene cuatro cosas -por decir algunas- que la caracterizan: el café; la geografía caminable y dominada por el hombre; la mirada al pasado -cristalizada en las calles europeas, repletas de nombres de los hacedores de nuestra historia, lápidas que nos pesan-, y la herencia racional de Atenas en mezcla con la irradiación de fe de Jerusalén. Del desarrollo discursivo de estas características, me quedo con una frase: "En América, la gente no va a los bares a escribir tratados de fenomenología".

Algunas de sus ideas son incompletas y otras nacen de un juicio -histórico y moral- del que se puede discrepar. Énfasis demasiado aéreo en la influencia judía en Europa, sobrestimada, por otro lado, por el resto de la intelligentsia occidental. Es por algo que el brazo europeo en Estados Unidos parecen los judíos americanos, artífices de la creación desinteresada.

Steiner opina que Europa se suicidó con el Holocausto: ahora se trata de preservar nuestras artes e historias con un mínimo de dignidad. Nosotros creemos que Europa tiene que ponerse los anteojos y dejar de situar sus raíces solamente en la Antigüedad grecorromana, por decir un ejemplo: bienvenida sea a nuestra savia el genio romántico alemán y la Ilustración desligadas ya de su eterno nudo con Grecia, y sobre todo el brinco lírico de los países mediterráneos. Quedan una y otra vez subsumidas en la tradición alemana y francesa -bastiones del poder, todavía- la literatura española y la portuguesa, por poner un ejemplo: lanzas que han llegado donde Shakespeare sólo veía nubarrones.

Europa debe mirar al sur y al este. Incorporar a las literaturas eslavas, las únicas que nos están haciendo salvar la cara en este bochornoso comenzar del siglo XXI, a su tronco intelectual: no a las ramas del árbol sino al propio centro natural.

Eso sí: estamos absolutamente de acuerdo con Steiner en que la vida "no examinada" no merece la pena ser vivida. O, al menos, que la voluntad de excavación intelectual eleva la vida, la hace cualitativamente mejor. A esto no tenemos previsto renunciar, pese al utilitarismo reinante.

Quedan algunas ideas tímidas apuntadas, apenas una brisa de la seguridad de estar en lo cierto cuando uno baja la Plaça del Diamant pensando en nuestras guerras y libros, en la obsesión por la recuperación del pasado, en el café de los cuatro gatos, en las luchas anarquistas contra la Iglesia y, sobre todo, en todas las manos de escritores agitándose como cometas en el aire, buscando su espacio para estampar la literatura en el cielo.

martes, abril 15, 2008

La lengua de la lengua

Los aleteos del árbol espuma,
los fragmentos del mar en castillos interiores

(se ordena lo planetario)

el parlamento del animal con barriga de sílabas

(columna y palabra)

Una semana en España

Voy en giro por la Barcelona vieja, estanque de plátanos grises entre la montaña y el mar. Me acompaña Fran en este deslizamiento soñoliento y ordenado, destartalado, como la Europa mía. El único propósito de este día de Sol suave, que permite una tranquila alternación de vestimentas livianas, es encontrar traducciones a lenguas romances de Robindronat Tagor. Miro en los ojos de mi amigo y me pregunto por qué se lo está pasando bien ante una tarea que a un veterinario quizá resulte aburrida y excéntrica.

Encontramos casi todas las librerías de viejo en Diputació, calle paralela a Consell de Cent, donde Garmor ya se ha sumergido en su trabajo en El País, en cuya sede catalana yo también trabajé, cuyas calles que la circundan hemos marcado con noches de fiesta, paseos en busca de restaurantes japoneses a las dos del mediodía, puntos de encuentro intelectual y descanso físico para volver a nuestras obligaciones laborales.

Entramos en una librería. ¿Tenéis libros de Tagor? Lo miran en la base de datos, algo impensable en la indomable India, y me sacan primeras ediciones de las traducciones de Zenobia y Juan Ramón, primeras ediciones de las traducciones en catalán a cargo de Ventura Gassol y Josep Carner i Ribalta. También conseguiría, al final, una primera edición de la traducción francesa de Gitanjali, cuidada por el escritor francés André Gide. El hallazgo de estas delicias me embarca en una insondable melancolía de mi cultura: de un continente, Europa, marcado para siempre por su deslumbrante pasado, cuya misión más importante es preservar su legado cultural y evitar el suicidio intelectual en marcha.

Me llena de joyas saber que Fran me acompañará donde yo quiera, que este día es mío, que quiere escuchar todas mis historias indias, mis amores inflamados, mis manías insoportables. El Sol se cae y de nuevo me reúno con Fran tras la cena. Vienen Betis, Jorge y Santo en el canijo, el coche uruguayo, para desde El Prat volar en máquina hacia el mar de la Barceloneta. Allí se nos une Garmor, que viene del otro lado del cinturón rojo -¡qué convergencia la nuestra, qué lanzamiento prometedor hacia el futuro desde nuestra posición humilde, excéntrica!- y las bromas y risas se suceden sin descanso, de modo que cuando una ha pasado a mejor vida, la otra la barre y la hace crecer, como las olas del mar que baten a nuestras espaldas.

Pocos días más tarde llego a la Granada mora, ciudad de inefable fuerza telúrica, fogonazo amarillo del tiempo. Visito durante dos días a mi abuela, que ha llenado la nevera de víveres y ha preparado cuatro platos de arroz con leche: tardaría como poco una semana en terminármelo todo. Y al despedirme: "Un día, otro día, una noche, otra noche. Siempre sola. Ay, dios mío. Yo le rezo siempre a San Antonio para que te cuide. Tú descansa, que estás muy delgado, tienes que estar en casa, en tu casa y descansar, comer, descansar y comer. Y un día y otro y otro y siempre sola, sin nadie que me quiera ver. No, no dejes la llave por fuera; cógela y cuélgala ahí, cierra con fuerza. Hoy ya no vendrá nadie más".

Mis primos me sacan en coche del pueblo de nuevo hacia la capital de Granada, bordeando el litoral mediterráneo, como siempre. Nuestra actitud intelectual ha sido siempre una línea sinuosa mordiente con el mar, tangente y paralela, bailaora. Pienso en la tristeza de mi abuela, en la soledad y la nostalgia, y me pongo en la cabeza que la costa del Sol está muy cerca.

Cuando, tras las tapas y la observación de la vida andaluza, llego en tren a Madrid, el cielo se ha enmarañado. Miro el poderío continental de la capital, las banderas españolas altas y me digo que Barcelona me gusta más, pero Madrid también, ya está marcada: la sede de la Agencia Efe en Espronceda, los paseos por Sol buscando un póster de Joaquín Sabina para mi amigo indio, los descabalgos nocturnos con mis viejos amigos de Santander... España está signada con recuerdos deseados y deseantes, sembrada con mojones de agitación interior.

Todos me ayudan: me llevan en coche, me ofrecen alojamiento, me sacan de compras; soportan mi inquietante tranquilidad. El avión sale a Moscú, donde espero el último vuelo fumándome lo último que me queda de Madrid: un puro. Las desvencijadas alas del Tupolev ya están listas para el despegue hacia la India, tierra de la representación mito-práctica, del desconcierto templado. Al pisar el suelo de Delhi, repaso la cartografía europea, domesticada para nuestros paseos, para poder recorrerla a pie, y me cargo de nueva energía para escalar el indomable sur de Asia, que se me ofrece en forma de una Amazona de cabellos largos, soñolienta, que me hace el amor para recordarme que mi sitio no está en la India o España, sino en el centro de la experiencia fenoménica.

lunes, abril 07, 2008

Próximamente...

...intermitencias españolas.