escalera: octubre 2007

viernes, octubre 26, 2007

La India y el matrimonio

Me informa Efe.

miércoles, octubre 24, 2007

Escalera bengalí




Esta revista de poesía se llama Shaluk. Es un tipo de loto: la flor nacional de Bangladesh. Se ha publicado en Dacca este otoño.

Las páginas que hemos abierto -186 y 187- son traducciones de poetas en lengua española al bengalí. El primero de ellos, en la página de la izquie
rda, es Miguel Hernández con sus poemas desde la trinchera. El último de ellos llega hasta el principio de la siguiente hoja. Hay otro poema, también, de Octavio Paz al final de la página 187.

Aprisionado entre la belleza lírica de ambos, otra composición aparece en el centro de la página de la derecha. El autor es
Agus Morales. Tras el nombre, entre paréntesis, dice: Barcelona, 1983. Kobita (poema). Entre corchetes hay una breve introducción al sujeto. Se insiste de forma excesiva en que es un joven poeta y que vive en Nueva Delhi, aunque se siente bengalí. Una serie de infamias perpetradas por mi amigo y poeta de verdad Subhro Bandyopadhay, que escribe a menudo en la revista. Su prometida, Bhaswati Thakurta, fue la traductora de mi poema.

Que es éste:




ESCALERA BENGALÍ

Me parece que hay tres cosas en el mundo: la escalera, el pájaro y el mar. Los pájaros roban las piedras del camino. Los limones blancos sobre la arena iluminan la escalera. El mar ha sacado sus brazos y te ha estirado los ojos bengalíes por las sienes, paredes de carne ocultadas ahora por párpados confundidos con la línea de este horizonte de plátanos, de este atardecer de isla cuadrada en nosotros: de escalera, de pájaro y de mar.




La sintaxis está ligeramente alterada en la traducción, de forma que los "párpados confundidos" aparecen casi al final, antes de los dos puntos. Y parece, así, que el atardecer esté confundido de (sic) escalera, pájaro y mar. Algo que no era mi intención; pero que me gusta.

Además de llevarme a casa la revista, este último viaje a Calcuta me ha permitido empezar a descifrar el alfabeto del bengalí (abugida). Con la ayuda de Subhro, hemos leído algún poema de Tagor de sonoridad inaudita y planta surrealista, como uno que empezaba “desde la oreja del labio”.

En el tren de camino a Bengala, que tarda 17 horas en alcanzar su destino, leía a Mircea Eliade, que explicaba su experiencia india. Hablaba sobre la celebración del holi -festival multicolor hindú- en Santiniquetán por parte de Rabindranaz Tagor:

Allí en ese parque sin igual inundado de penetrante fragancia, comienzan los cantos en loor de la primavera, con Rabindranath Tagore rodeado de niños; su voz resalta sobre la de ellos. Su indumentaria blanca ahora es de un púrpura juvenil. El polvo que le arrojaron ha teñido su pelo de mechones de color grana. Tagore coge a un niño con cada mano y comienza la danza en medio de esa vorágine de nubes bermejas, de canciones y de alborozo (...). Varios centenares de alumnos de ambos sexos danzan formando corros más grandes o más pequeños.

Intentaba imaginarme a Tagor bailando con los niños. Y me encontré con la versión de Octavio Paz y Julio Cortázar. A Paz se le ve en todo momento; a Julio, sólo al principio. Es en la embajada de México, en Nueva Delhi, cerca de la española y no tan lejos de mi casa, en Nisamudín.

Y, claro, también está la versión de Morgar. Un conato de bandera republicana se había dibujado en mi brazo.


FEBRERO DE 2007. FOTO DE DIMITRI

Pienso en Octavio Paz, en su estancia en la India, en su poema justo debajo del mío. Saco la revista de loto, en el tren de vuelta a casa. Hay un bangladesí conmigo. Le pido que me lea mi poema. Lo hace. Dice que tiene sentido, pero que no lo entiende (¿?). Tampoco el de Paz. ¿Tienes e-mail?, me dice. No encuentro mi móvil, añade.

El tren se tambalea, parece que descarrila. Vuelve a los raíles. Me tumbo, sigo en mi tránsito. Miro por la ventana hacia el mundo, hacia Oriente. Sonrío mientras mi compañero de vagón despierta a todo el mundo para que le ayuden a encontrar el móvil, que estaba en su bolsillo. Son las cuatro de la mañana. Abro los libros. Pienso en mi carrera de fondo. No importan los alfabetos y los garabatos de Europa y Asia, de Barcelona y Calcuta. Hay una raíz aérea. La poesía es un lenguaje otro y universal.

martes, octubre 23, 2007

Durga y los múltiples brazos

Reanudamos Escalera con esta crónica escrita en Bengala sobre Durga, la diosa de los diez brazos, la inaccesible. Lleva un arma en cada mano pero, curiosamente, los hindúes dicen que no es la diosa de la guerra. Durga es la deidad de la fertilidad, como Venus. Las semejanzas entre la mitología griega y romana y la hindú son uno de los trampolines que los académicos han utilizado para saltar a uno de los espacios teóricos de esta bitácora: la relación subterránea entre la India y Europa. Volveremos sobre ello, más extensamente.







UN BLANCO OFRECE VIANDAS A DURGA EN UN HUMILDE HOGAR DE CALCUTA

sábado, octubre 13, 2007

Día de España

Como cada año, esperaba con expectación la concesión del premio Nobel de Literatura. Pero el que realmente me sorprendió fue, ayer, el de la Paz.

martes, octubre 09, 2007

Seis años en esto

La noticia que dimos ayer. Estaba hablando por teléfono con nuestro hombre en Afganistán sobre la ejecución de unos presos y me dijo que, quizá, uno de ellos fue el que acabó con la vida de cuatro periodistas. Le pregunté si se refería a aquella caravana donde viajaba, entre otros, Julio Fuentes, enviado especial de El Mundo, y que fue emboscada entre Kabul y Yalalabad.

No estaba seguro. Finalmente lo confirmó y envié la noticia, una más de tantas para muchos. Pero a mí me trajo reminiscencias de mi infancia periodística.

Recuerdo que cuando asesinaron a Fuentes yo acababa de empezar la carrera de Periodismo. Leía todas sus crónicas de Afganistán. Su muerte se confirmó un día antes de mi cumpleaños. Me quedó en la memoria para siempre el suplemento que dedicó el rotativo a la figura del reportero, los dibujos y los artículos, el tacto lejano. Aún lo guardo.

Nosotros somos la primera generación de periodistas post-11S. Vimos el atentado por televisión unos días antes de empezar la carrera. Mientras cursábamos nuestros estudios, también vivimos desde las aulas la invasión de Irak. Desde el principio, nos hemos tenido que plantear cómo meter los dedos por entre la pátina gelatinosa del terror, tanto real como inventado. Nacimos intelecualmente en plena época vaporosa. Nos formamos en un mundo con los muros cada vez más altos y teníamos nostalgia de un pasado anarquista en constante disolución que no se formó nunca.

Ahora miro atrás. Seis años después, estamos allí, allá, en aquella parte y acá. Cada uno marcaba su carácter desde aquel septiembre de 2001, cuando un profesor nos dijo en la segunda clase que no teníamos "ni puta idea de periodismo".

Jesús asustaba por su feroz consistencia, por el corte preciso de su pluma, por su mirada interna hacia la profesión. Hoy ya es periodista de El País, algo al alcance de pocos hombres de su edad. Garmor miraba de reojo mi visión exterior. Yo tenía siempre el espíritu lanzado hacia fuera. Interpretaba la realidad en clave de órbita. Seis años después, aunque con menos éxito que él, escribo noticias del universo surasiático para la ladera oeste.

Nunca supimos si el complemento de estas dos actitudes fue lo que nos hizo tan amigos, y si no era yo quien estaba en constante viaje interior y Garmor el que vivía en el exterior siguiendo al pie de la letra su divulgado literalismo.

Tampoco sabemos de dónde viene esta pasión. Por mi parte, la primera memoria que me dispuso al periodismo es la del suplemento dominical de La Vanguardia, donde a los ¿nueve? años leía artículos ¿de Quim Monzó? que no entendía. Recuerdo también el olor de El País, los domingos, cuando la luz entraba por el ático de Barcelona más indiscretamente que en mi terraza de Delhi.

No teníamos ninguna tradición periodística en nuestra familia. Pero se nos metió en la cabeza la cosa, ya muy temprano, infantilmente. Mientras me adentraba en la noche de Delhi a toda velocidad con la moto, pensé que a aquellos chiquillos catalanes que jugaban a baloncesto y fútbol les habría gustado, por un momento, asomar la mirada al futuro y ver lo que sus otros 'yo' adultos estaban haciendo para contentarles.

El rugido del motor colmó mis preguntas antiguas. Me dio sentido de aventura.

lunes, octubre 01, 2007

Este sueño se escribió cuando todos estábamos vivos

Anoche mientras dormía, dormí por fin: tuve el sueño más profundo de mi vida. El relato onírico más coherente y profundo; un golpe de mi alma a la realidad. Ha sido mi primera noche en Delhi después de una semana en la península Ibérica.

Allí el sueño es liviano y concesivo, como los cuerpos y las fidelidades. Aquí la cosa onírica es un yunque de espíritus y animales sobre ti, un saco de piel universal que notas sobre tu materia. Es un ámbito de adivinanzas e intuiciones: el inconsciente toma el poder en oracular y griega manera. Las fuerzas de lo profundo amenazan al reino de la realidad, algo que no se había producido en mí en un lecho occidental.

Recuerdo en el sueño a Dimitri y a Manoj, amigo indio, melancólicos por la separación y el olvido. La liábamos una vez más, jugábamos al cáram, tocábamos las cosas. Era la casa de Dimitri, que ahora me era cedida, creo. Empieza a llegar más gente, en especial españoles. La fiesta se prolonga y se complica, como la casa, que pasa de disponer de un par de habitaciones a convertirse en una sala del tiempo alargada que desemboca en un dormitorio.

Estoy sobre una lona. Una chica exuberante aunque no de mi gusto se aprieta contra mí por sus dos costados y, tras dudas impropias de los sueños de allá, la rechazo. Discuto con diplomáticos. Camino por el pasillo blanco hasta el lejano dormitorio, donde hay varios amigos. Me tiendo sobre el lecho y pienso en soñar, pienso en los sueños que he estado escribiendo. Me es imposible despertar. Alguien pronuncia la palabra "deconstrucción" y "hermenéutica" como si fueran la misma cosa.

Tiro al suelo a un amigo de allá, en revuelco cariñoso. Cae encima de mí, también, la chica vaporosa, que finalmente besa a mi amigo. Nos acabamos las cervezas y salimos de allí, como el Pijoaparte.

Llega la noche y me quiero ir a casa, a Nisamudín. Trabajo por la tarde, pero estoy cansado. Me doy una vuelta en rickshaw para pasar el rato. Para volver, camino por la playa. Siento una extraña mezcla de Mediterráneo y suelo indio, quizá la composición actual del alma mía.

Me he dejado los pantalones y el calzado en el dormitorio sagrado. Un amigo me advierte sobre los pantalones. ¿Cómo es posible que no los tengas? Me dirijo hacia la habitación. Observo un ligero movimiento. Le pido a un indio que escolta la habitación que recoja mis pertrechos. Cuatro rupias, me dice. Cinco, le digo yo: no sabes lo que te espera. Entra a la habitación y sale despavorido. Sin mis cosas.

Me retiro. La gente comenta la cópula blanca. Yo miro el mar. Un balón cae sobre mis pies. Me pongo a jugar con unos extranjeros. Es un deporte a medio camino entre el fútbol y el cáram, donde para marcar gol hay que detenerse en líneas blancas. Todo el mundo me explica las normas aceleradamente. El juego es excitante: no se detiene en las reglas, es un fluir incesante. Conseguimos una racha de cuatro goles seguidos, con el balón traspasando el otro lado y volviendo por cuestas que se parecen a las de la Andalucía profunda.

Acabamos el partido y buscamos algún restaurante indio para cenar. La noche ha venido. Sueño que ya es mañana de luz y que voy a casa de Dimitri, sin llaves, a recoger mis pertrechos. Lo consigo. Despierto del segundo sueño y regreso al primero, en pensando yo que es la realidad. Noto un exceso de acciones en hoy: futcáram, amistad, mar, observación sexual, contemplación... Hoy no he trabajado.

Me doy cuenta. Despierto en Delhi: la luz de Oriente entra por la ventana. Queda una hora para mi turno. No sé si me avisaron de la hora del inicio de mi jornada laboral en sueños o en vigilia: sólo sé que estaba vivo.