escalera: mayo 2006

jueves, mayo 18, 2006

Morir

Llega mayo. Todas tus amigas y amigos se enamoran y asistes al derrame desconsolado de lágrimas a causa de las competiciones deportivas. Las del Barça, aunque yo sea culé, no me parecen interesantes. Voy a pararme en las de un club de fútbol que este año ha ganado la Copa del Rey y casi desciende a segunda división: el Espanyol.

No es lo mismo entrar en el cielo que librarse del infierno. Coro marcó en el partido de la final y en el partido que salvó al Espanyol. La primera fue una celebración estival y la segunda nocturna. La Copa vino como un regalo, como algo a lo que puedes aspirar pero que no tienes claro que te merezcas. Las lágrimas eran de felicidad sostenida, cerebral, como no pudiendo creer algo que, en realidad, era previsible una vez llegada la final.

Las lágrimas de la salvación son más mercuriales. No había más que ver a Tamudo. No hay ninguna felicidad en ellas, sólo un abismal alivio, como quien va a caerse por un barranco y logra subir a pulso hasta la tierra firme, con las manos ensangrentadas. No hay en esto ninguna apelación divina, ningún agradecimiento a los dioses. No se mira al cielo; se mira a la tierra, donde se vierte el agua de los ojos.

Son lágrimas de arrepentimiento. Dolorosas y reales. Las otras son de mentira. Nadie ha ganado nunca ninguna Liga, ninguna Copa. Nuestras vidas transitan por la tabla de primera división, sin acceso al cielo: como mucho con opciones a una UEFA imposible, que es cuando echamos algún polvo que vale la pena. Un día bajamos la guardia y por poco caemos en el pozo de segunda, pero nos salvamos por los pelos y sentimos un alivio narcótico inenarrable. Eso será lo único que recordaremos. Al día siguiente, nos falla el corazón, morimos y nos entierran en segunda. Para siempre.

miércoles, mayo 17, 2006

Resurrección

Anoche soñé con Samuel Beckett, pero no era claramente él. Estábamos Fran y yo alrededor de una hoguera, junto a otros caniches y hombres. Entonces Sam llegó, maquillado, no tan delgado como siempre. La emoción me sobrepasó. Pero comprendí en seguida que no era Sam, sino que era Buster Keaton interpretándole en mi sueño.

Fran me miraba, recordó cosas que yo le había contado sobre Sam y empezó a preguntarle sobre su obra. Vi cómo Sam Keaton se sentaba con nosotros en la hoguera. Ahora que la luz daba de bruces en su cara, le veía mucho más gordo, mucho menos Beckett, sin la mirada aprendida.

Se extrañó mi amigo Fran de que no preguntara nada a Buster Beckett. Mi grado de excitación no se degradó, sin embargo, y éste fue el detalle que más me impresionó del sueño. Como si lo que realmente me mantuviera literariamente vivo, a mí, no fuera Samuel Beckett directamente, sino un Sam recordado por mí, lateral, inescrutado más que inescrutable.

La pátina ocre del fuego aguarda acrisolada en mi cabeza. No llegará Godot, porque el ámbito poético de Sam es tan excesivo que su solo recuerdo me parece suficiente: tanto, que ni siquiera querría sustituirlo por su directo. Anoche tuve mi último sueño como humano propiamente dicho.

domingo, mayo 14, 2006

La soga

Anoche soñé que se acababa mi cabeza. Me recuerdo entre amigos, reclinado, con las rodillas en el pecho y la cabeza sobre un cojín del sillón, donde mis conocidas y conocidos hacían qué sé yo. Estaba yo ajeno al ruido mundanal, y la sangre me subía a la cabeza.

Cuando quise levantar los ojos, sufrí el lógico mareo de la vuelta de la sangre a zonas más meridionales. Pero pronto descubrí que sentía un dolor intenso, insufrible, membranoso. Tenía una jaqueca de aúpa, pensé. Pero no era eso.

Me puse las manos en el cráneo y noté una vena que me quedaba colgando. Lo terrible es que era gruesa como una soga, y me precipitó a pensar que aquello era el fin de algo, de mí quizá. Una enfermedad del cerebro.

Inmediatamente me puse de pie. Estaba muy asustado. La vena 'volvió' a su sitio, pero la notaba horriblemente suelta. Si sacudía la cabeza, me golpeaba en las cavidades de mi cráneo. Sabía que, en caso de ponerme bocabajo, la soga sanguínea caería al vacío. Y yo con ella.

Una de las muertes más terribles tienen que venir de un colapso lento de la mente. Si algo me asusta, es tomar consciencia de la pérdida progresiva de capacidad intelectiva, en el tiempo. Yo no soy mucho, ontológicamente. No existo mucho. Es verdad. Soy un animal intelectual; si mi pensamiento se desvanece, estoy muerto.

sábado, mayo 13, 2006

El laberinto

Anoche mientas dormía soñé, ¡bendita ilusión!, que una mariposa aleteaba en mi corazón. Había acudido a un acto, como periodista. Cuando finalizó, vi a un intelectual que me debía una contestación a un tema que le había propuesto. Hice como si no lo viera. Salí de la conferencia y noté como una chica que conocía caminaba detrás de mí. Al principio disimulé, pretendí seguir andando e ignorar sus pasos, pero pronto me di cuenta de que esto era insostenible y me giré para saludar.

Bajamos juntos una cuesta empedrada, como las de la costa granadina, quizá con destino a nuestras respectivas casas. De repente, nuestros cuerpos se empezaron a aproximar peligrosamente. Un choque arbitrario de nuestros brazos hizo que ella se plantara en frente de mí, con un movimiento propio de un trompo, y que acostara su cabeza sobre mi hombro.

Yo no supe cómo contestar a su lenguaje corporal. Sentí que era ella quien tenía ganas de tomar la iniciativa. Pasó sus labios por mi cuello hasta llegar a mi boca, y nos perdimos en ósculos. Consumado el acto amatorio iniciático, la aprisioné contra un coche y nos perdimos de nuevo, esta vez en golpes voluptuosos.

Una puerta se abrió. Lo comprendimos y entramos. Ella se tumbó con abúlica tranquilidad en lo que comprendí que era la cama de mi casa. No. La de la casa de mi abuela. La planta baja, oscura, perdida...

Nos entregamos el uno al otro. Noté que con cada nuevo bamboleo sus mejillas se encendían más, como dos rosas que yo estaba regando con el placer y que fueran a colapsar la habitación. Le rompí la camisa y ella lanzó su cabeza atrás con los ojos cerrados. Me agarraba fuertemente para que nuestras zonas pélvicas no se separaran. Aún ahora, mientras relato lo soñado, no puedo evitar una humilde excitación.

Pero cuando quería entrar en ella, nuestra ropa se recomponía y todo volvía al principio. Esto pasó dos veces. A la tercera, imaginé que vendría alguien; así que le dije que si veía a mi padre, que no se preocupara. Ella siguió con sus juegos amatorios, pertinaz. De pronto, pasó alguien. Es mi padre, dije yo. Pero era mi jefe de política, leyendo el diario y mirándome con sus ojos tan azules, sin reservas, regalándome toda su confianza, como siempre, e ignorando olímpicamente el panorama erótico que podía contemplar.

Lo intentamos de nuevo. Pero esta vez me vi trasladado a una sala contigua, donde pedía a mis primas pequeñas y mi hermana que se tranquilizaran, que no gritaran; les tocaba la cabeza, me palpitaban las sienes. Volví al dormitorio.

Ella no parecía afectada por ninguno de los contratiempos, pero yo estaba hasta los huevos. De nuevo, cuando iba a entrar en ella, sujetados los muslos desnudos, la volví a ver con los pantalones puestos. Supe que estaba soñando. Comprendí la circularidad del sueño y me negué a reproducir el eterno retorno en mi inconsciente. Decidí despertarme. Era un suplicio tantálico.

Cuando abrí los ojos, dos imágenes se quedaron grabadas en mi mente. Las rosas rojas de sus mejillas deseantes, que llenaban mi habitación. Y los grandes ojos azules de mi jefe de política, que estaban suspendidos en la estancia a modo de Big Brother. Decidí en ese mismo momento que votaría 'sí' al Estatut. Y me sentí perdido en los laberintos del deseo.

jueves, mayo 11, 2006

Las pestañas

Anoche, mientras dormía, soñé (bendita ilusión), que un amigo y yo estábamos en la cama. Había una manta marrón en el suelo y conversábamos mientras pernéabamos las sábanas que sobrevivían, tan blancas como otra cara que apareció por allí, más tarde. Él me miró, habló pastosamente, se apagó la luz, volvió la luminosidad. Era la cama de mis padres. Recordé todas las noches que había pasado en ella...

Giré la cara y la vi en el suelo. Era la cara lívida de una de las ex novias de mi amigo, no especialmente guapa. Me burlé de ella: le saqué la lengua y un ojo. Ella se anclaba al suelo, como atrapada por una fuerza mercurial. No sé si ella sabía que mi amigo estaba allí; pero lo que sí que era seguro -no sé cómo- es que mi amigo sabía de la presencia de su ex novia. Me vi en una situación divertida, nada embarazosa, que decidí solucionar con una actitud distinguida e impertinente a partes iguales: comportarme como si nada.

Logré pensar, en el mismo sueño, que ignorar algo es un acto de superlativa normalidad. Llegué a plantearme, mientras repasaba la limpísima cara de la ex amante de mi amigo, cómo era posible que algo tan ideológico como la ironía sobreviviera a la suspensión moral que se le supone al mundo onírico. A los sueños.

Lo más relevante, sin embargo, no fue eso. Fue otra cosa. Este sueño es muy mediocre, por así decirlo. Pero por primera vez, que yo recuerde, me pasó por el pensamiento la idea de la Creación, mientras miraba el techo tumbado en la cama y con los delfines en el suelo. Así que cogí un cuaderno y empecé a escribir literatura propiamente dicha. Recuerdo algunas frases. "Lo peor no es robar, lo peor son las flores...". Y alguna más. Pero sólo ésa la recuerdo claramente. Me parece que escribí un verso precioso, pero no lo recuerdo. Se debió de quedar en las pestañas de ella, único punto oscuro (Creación) en el blanco prístino y absoluto de su cara.

Entonces ella abrió los ojos.

martes, mayo 09, 2006

Velocidad

Anoche cuando dormía soñe -bendita ilusión-, que la velocidad se me hundía en el corazón. Me apartaba en una acera mercurial y no quería recoger las cáscaras de pistachos del suelo. Ella me decía que sí, que agarrara la moto y que diéramos un paseo para que el viento nos diera en la cara. El sueño, desprovisto de cualquier connotación erótica, se desarrolló entonces terriblemente en el asfalto.

Las primeras curvas las tomé bien. Pero en seguida llegaron los stops. En las rectas cogía tanta velocidad que no me daba tiempo a frenar lo suficiente como para vigilar si se acercaban coches en los stops. Era como un videojuego, como si mi imprudencia no fuera a tener realmente consecuencias negativas.

Me salté uno, dos, tres stops. En el primero casi muero, en el segundo lo pasé un poco mal y del tercero no recuerdo nada. Perdí el miedo y empalmé con la autopista. A más velocidad que nunca, ahora sí legitimada, perdí además del miedo el control de la moto, y caí como Sete Gibernau, deslizándome blandamente por el asfalto. Me veía aéreamente en el sueño, resbalando por lo gris, con la boca y el alma abiertos ante el espectáculo estético de la caída.

En cuanto a la chica, amiga mía, no sé dónde se quedó. Recuerdo que el primer stop lo pasamos juntos porque me agarraba de la cintura. Imagino que se bajó ante mi temeridad al manillar antes de llegar a la segunda señal en rojo. Había perdido -una vez más- la consciencia de ella y de mí.

Morgar, soñador, idiota: cuando por fin te despegabas de lo real, cuando cabalgabas el cetáceo salvaje de lo vertiginoso, diste dulcemente de mofletes en el suelo.

domingo, mayo 07, 2006

Al tren chu chu

Anoche mientras dormía soñé, ¿bendita ilusión?, que una mujer antigua me quería parar el corazón. Yo estaba en el andén, más mercurialmente si cabe que nunca, y quería entrar naturalmente a mi vagón correspondiente, una vez llegó el tren. De repente, la mujer antigua se puso delante de mí: yo buscaba otra puerta, otro vagón, pero ella me acompañaba como si fuera un portero de futbolín, rozándose indisimuladamente con mis carnes.

Inmediatamente, me vi trasladado a otro plano. En esta lucha por agarrar el ferrocarril, su torso golpeaba suavemente mi pecho, su trasero se acoplaba con mi parte delantera. Estaba ya en otro mundo, que ni siquiera era el del placer, porque había vivido aquello tantas veces... Reconocí pasajeramente un cierto benestar, me dejé llevar un poco, y crucé hacia otras vías donde no estuviera la mujer antigua.

Por primera vez, mi miedo a cruzar una vía desapareció. Cuando vinieron hombres a mi lado, no tuve miedo, porque tenía la seguridad de que podía proyectarlos o cortarlos en pedacitos. Vi a un ninja a lo lejos, y a la mujer antigua. Me pareció un sueño tan poco original que quise olvidarlo todo, ya no aguantaba nada que no fuera hijo de la Creación...

Lo peor de las cosas que nos pasan son los recuerdos que traen consigo. Nada sería terrible si la mujer no fuera antigua, conocida; si yo no cogiera el tren cada mañana; si cada día no me viera atrapado por la invisible parálisis de la esterilidad creativa... ¡Ah, amnesia, la más dulce de las musas, sálvame de este desasosiego!

viernes, mayo 05, 2006

Diario de sueños

Anoche soñé, bendita ilusión... que una rubia entraba dentro de mi corazón. Soñé que me acostaba con una morena mediocre, en algo que parecía mi casa pero que no era mi casa, como siempre. Me dio por recordar, en el sueño, aquella salita de antaño, donde yo con ocho años bloqueaba la entrada a la habitación con un sillón y, creyéndome en una empalizada a la que mi madre nunca podría acceder, me comportaba peor que nunca. Además, clavaba mis rodillas contra los cojines del sillón y decía: Quiosco Smacks. Por los cereales, supongo. Y me ponía a vender cosas a los transeúntes que buenamente pasaban por los pasillos de mi casa. Mierda, llaman de la aseguradora.

En todo caso, era en esa habitación mítica, irrecuperable, donde se desarrolló mi sueño de anoche. Allí desfloraba a una morena con vacua tranquilidad. Se ve que también venía con amigas, porque unas escenas más tarde ya estaba yo foguéandome con una rubia estratosférica, adecuada. Al desflorarla, a ésta también, sentí algo diferente, triunfal. Al levantarme por la mañana, ella estaba untando mantequilla en tostadas tiernas y yo comprobaba, gracias a un beso en la boca, que nuestro nexo erótico o amoroso aún no se había disuelto. Esto me llenó por dentro, no sé cómo explicarlo.

La morena, aquiescente, asistía impávida y resignada a nuestra floreciente historia de amor. Mi rubia, tostada de piel y eléctrica al tacto, me decía: "Además, tú eres escritor". Yo le decía que no, aterrorizado, y ella me dijo que "por los libros". Ah, te refieres a la biografía de Pessoa, que llevo en mi bolsa, has estado chafardeando. No, me dijo ella, me refiero a los libros de Kafka que llevabas en la mochila el año pasado.

Este sueño me ha preocupado enormemente. Me he planteado, nada más levantarme y cegado por el peso del sueño, si acaso no ando falto de cariño, como todo el mundo intenta hacerme ver. Inmediatamente, he descartado esta posibilidad. Menudos mamones, menudas cabronas. No soportan la libertad ajena. Además, las rubias esas de mis sueños a mí no me gustan. El momento trascendente no es el del beso; es otro. La libertad es pura vacuidad.